jeudi 27 novembre 2008

" La isla del mate", in " Memorias de un muerto, el viaje sin vuelta de Amado Bonpland", Eric Courthès





Este capítulo de mi próxima novela de Bonpland será publicado por "Palabras escritas", n° 7, Asunción, marzo de 2009.

Preciosas ilustraciones de Laure Joyeux



LA ISLA DEL MATE

“Así hasta que se vio que todas las islitas estaban queriendo formar una sola. Quedó la islita grande y alrededor pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.” (Juan José Saer, El limonero real, Buenos Aires, Seix Barral, p. 149)


El Saint-Víctor arriba por fin a Buenos Aires, el 18 de enero de 1817, al cabo de 55 días de navegación. En ese puerto sin muelle de los confines del mundo, permanecemos un ratito en la entrada del estuario y unas balleneras vienen a buscarnos, para cargar nuestros muebles y libros y sobre todo mis colecciones de plantas, que tengo la intención de aclimatar acá. En cuanto tocamos con los pies la costa, como si fuera un signo del cielo, miríadas de mariposas blancas van rodeándonos, mi hija Emma se divierte muchísimo con el fenómeno. Adelina, encaramada en el lomo de un changador , al desembarcar empapó su vestido en el agua sucia y perdió uno de sus escarpines en el lodo, de ahí que ya esté maldiciendo ese puerto sin malecón y eche mala cara a la gente del comité que nos está acogiendo. Ni siquiera está ahí un miembro del gobierno argentino, lo que le parece ser a mi esposa de muy mal agüero, procuro tranquilizarla pero no sirve para nada…

El Cónsul de Francia, Leloir, nos instala en una preciosa casa con patio trasero del barrio San Francisco. Adelina parece recobrar ánimo y la acondiciona con gusto, Emma alegra con sus juegos y risas el jardín. Muy pronto recibimos a los miembros de las familias criollas más ilustres y también a numerosos franceses , Adelina dio pronto con un piano y todas las noches nos tocaba algunas de sus sonatas preferidas. Emma y yo tocamos a cuatro manos, ya no parece tener sombra nuestra felicidad. A intervalos regulares se nos invita en los recibos de las grandes familias porteñas, en los cuales se come como reyes, donde se entera uno también de los grandes movimientos libertadores de este mundo, y sobre todo en los que se confabula entusiasmadamente contra Pueyrredón.

En uno de estos ágapes políticos, me topo con los hermanos Robertson que despiertan mi curiosidad con sus relatos sobre el fascinante Paraguay y sobre todo me cruzo con el flamante General San Martin, cuya valerosa espada una noche roza mi paraguas en el zaguán. Vestido como un petimetre, con un frac azul, una blanca corbata y un chaleco amarillo, soy objeto de todas las miradas, y Adelina ve con muy malos ojos a todas esas mujeres que van gravitando alrededor mío. Soy el centro de interminables tertulias en las cuales la gente se extasía por mi viaje a las fuentes del Orinoco, sin embargo, en mis adentros, todas esas representaciones no me entusiasman y ya sueño con viajar de nuevo...

Durante el día, ando muy ocupado como siempre, compro la Quinta de los Sauces, en el barrio de San Telmo, un inmenso predio medio abandonado de la Comunidad de Bethlehem, con la intención de crear un jardín botánico y sobre todo de salvar parte de las 2 000 plantas diferentes que he traído de Europa . Para mantener a nuestra familia, abro un consultorio y me dedico a la medicina. Muy pronto, ya no me queda un minuto libre, y las tertulias con Adelina y nuestros amigos me relajan sobremanera del ajetreo diario. Sin embargo, muy rápido, una sombra viene a enturbiar este ambiente idílico, Adelina, durante nuestras largas reuniones, no puede dominar más tiempo su odio por el gobierno argentino, lamenta el abandono financiero en que nos mantienen. Por la ausencia de Rivadavia, y habida cuenta de la agitación extrema en que se encuentra el país , el Director Supremo, Pueyrredón, no cumple con los compromisos del gobierno argentino, lo que me obliga a que invierta mi propia plata en la Quinta de los Sauces.Ni siquiera el título honorífico de « Profesor de Historia Natural de las Provincias Unidas », que me otorga en el mismo periodo el Ministro Tagle, cambia algo para mí, es más, me convoca en su despacho y aprovecha la ocasión para señalarme la actitud abusiva de Adelia. Recién al volver a casa, me veo en la obligación de llamarla al orden, acá todo se sabe y se calla y mientras no silencie sus quejas, (perfectamente justificadas por lo demás), no podremos contar con el amparo del Gobierno argentino, en nuestro litigio con la Compañía de Bethlehem .

Y entonces, en la misma época, desde el fondo del barrio de los Aguerridos, la voz de una conspiración contra el gobierno argentino se levanta. Entre los cinco conspiradores, dos asisten regularmente a nuestras tertulias, Robert Charles y Jean Lagresse. Se han juntado con el coronel Carrera en Montevideo, y su meta es derrocar a Pueyrredón. Muy pronto por la intervención del gobierno fracasa el complot de los franceses, y se me convoca en el gabinete del juez García de Cossio, el 12 de diciembre de 1818. Encontraron tres de mis cartas destinadas al director de la Academia de las Ciencias de Brasil en el correo de uno de los conspiradores, nombrado Parchappe, y a muy duras penas pude demostrar que no tenía nada que ver con la conspiración. Una semana más tarde, expulsaron a Parchappe y a otros tres franceses, en cuanto a nuestros amigos Lagresse y Charles, pese a la solicitud de indulto firmada por Leloir, Roguin y yo mismo, no sirve de nada, se los condena a muerte y se los ejecuta la semana siguiente.

En estos trances, decidí que no podía aguantar más la zozobra, la actitud de Adelina peligraba nuestras vidas, ya no me apetecía nada, ni mis pacientes, ni mi cátedra, (imaginaria en realidad), ni siquiera la explotación de mi quinta. Necesitaba libertad, cambiar de aire, y a comienzos de 1819, solicité y obtuve del Gobierno argentino el permiso de explorar el Delta del Tigre y herborizar en esa zona. Pues volvía a emprender el curso de mis tripulaciones, a observarlo todo, analizar, describir, la redacción de mis “Diarios de viajes por el Río de la Plata” duraría más de 30 años, me había vuelto de nuevo el Bonpland explorador y la riqueza del Delta era muy propicia para ello. En efecto, aquel delta precioso cuenta con una infinidad de ramificaciones, canales, islotes secretos y me imaginaba que había vuelto la época bendita de la exploración del Orinoco, con mi amigo Alejandro.

En el transcurso de unos de mis recorridos anteriores, en compañía de mi amigo el dibujante Pierre Benort , ya había descubierto en el fondo del Delta, a unas diez horas en balandra de Buenos Aires, un islote precioso nombrado Martín García. Le pedí permiso al comandante del fuerte para abordar pero me fue negado, por ser la isla un presidio donde se destinaban a todos los enemigos del régimen.

Por fin arribamos un lindo día de enero de 1819, me impresiona de antemano la riqueza de la flora y la fauna, sus costas están cubiertas de decenas de especies de lauráceas, sus numerosos y tupidos bosques están bordeados de mimosáceas. Cotorras variopintas alegran todos los árboles, fragancias múltiples brotan de los suelos aluviales, cubiertos de corimbos multicolores y de malváceas negras y violáceas, rodeadas de una corola anaranjada . En Martín García, la hierba florece todo el año, todos los climas, todas las plantas y los animales del Paraná y del Río de la Plata confluyen ahí, creí descubrir un Paraíso. Pedro está tan entusiasta como yo, anda dibujando todo lo que encuentra, el Delfín ya se olvidó de sus orígenes. ¡Vamos recorriendo praderas y bosques tal como dos muchachos emocionadísimos!

Me habían contado que se encontraba en la isla una gran cantidad de plantas del Paraguay y de Corrientes, cuyas semillas de seguro fueron traídas por las corrientes del nordeste, o que los Jesuitas del Paraguay trajeron en la época de sus peregrinaciones por el Río de la Plata. De ahí mi esperanza un poco descabellada de encontrar en este sitio caá, la famosa yerba mate, llamada también “té de las Misiones”, la cual fue la mayor fuente de su prosperidad, dado que esta planta se toma en infusión, de forma casi general, desde el Virreinato del Perú hasta el Río de la Plata, y que dominaban totalmente su producción y mercado.

Permanecí tres semanas en aquella isla preciosa, en compañía de mi ilustre amigo Benort, recorriendo todos los caminos y los campos, todos los días iba descubriendo plantas más raras pero nada de yerba mate. Al cabo de una semana, conocí a un indio guaraní, al que unos misioneros habían traído y que se había vuelto isleño a pesar suyo. Se llamaba Tupaí y su hijo de 6 años, Jaraí, padecía una fiebre extraña, parecida a la malaria, que aliviaba con remedios caseros. Cuando se recuperó lo suficiente merced a mis decocciones de quina, le comuniqué el objeto de mis investigaciones.

Descubrir por fin la yerba mate, que sólo Azara y Bougainville hasta el momento habían podido tocar, pero mucho más en el norte desde luego. Tupaí conocía la mágica caá, y como cualquier indio guaraní no podía prescindir de ella. Pues me llevó a lo largo de senderos que yo ya había recorrido decenas de veces, y de repente, en la linde de un bosque de laureles negros, me hizo penetrar bajo los árboles por una picada, y al cabo de cinco minutos, nos encontramos en medio de una plantación natural, importante para esta región, decenas de arbolitos de mate, perfectamente disimulados en el corazón del monte.

Me puse loco de contento y empecé a pegar saltos por todas partes, el indio salió corriendo, del susto hubo de ser. Me dejó solo con mis plantitas de mate. ¡Por fin podía justificar mi ausencia respecto a Emma y Adelina! ¡Claro que las extrañaba pero Buenos Aires se había vuelto tan asfixiante! De inmediato me puse a examinar atentamente sus preciosas hojitas, armado de una lupa, las observé bajo todos los ángulos. Tienen una forma casi ovoide, de un color verde oscuro en la parte expuesta al sol y casi blanquecino en la otra, nada que ver con las ramitas secas traídas por Bougainville al Muséum . En seguida clavé la uña de mi pulgar en una de ellas, e hice brotar la savia, verde y espesa, con la punta de la lengua probé el jugo y lo supe amarguísimo .

Pues me pasé los días siguientes observando la yerba mágica del Paraguay, Pierre la dibujó detalladamente, así como las plantas y el terreno que la rodeaba, analicé la naturaleza del terreno, descascarillé sus semillas que les encantaban tanto a los zorzales. En realidad fusioné totalmente con su entorno.

Al volver a Buenos Aires, procuré hacer germinar las semillas. Pero ya sea por culpa del clima, o por la tierra de la quinta, a pesar de su gran riqueza gracias al riachuelo que iba corriendo en el fondo del predio, no hubo manera de que brotara algo. Estaba al borde de la desesperación, en efecto mi porvenir en aquellas tierras australes, dependía rigurosamente del descubrimiento del secreto del mate.

Pues decidí volver a Martín García, Tupaí y Jaraí me acogieron con sumo júbilo en el muelle, nos fuimos directo al jardín secreto, y resolví acampar en el mismo sitio, hasta que pudiera descifrar por fin el enigma.

Por una linda tarde de verano, mientras los últimos rayos del sol poniente iban filtrando entre las ramas del bosque, un vuelo de estos zorzales, tan arraigados al parecer a este lugar, pasó volando encima de mi cabeza y uno de ellos depositó en pleno centro de mi cráneo sus excrementos. ¡Maldita ave! ¡Cómo el desvergonzado volátil podía dar tan seguro en el blanco! Entonces eché con el dorso de la mano la inmunda deyección, sin embargo pese a mi gran celeridad, se me quedaron unas gotitas del horrible líquido en la mano, y en el medio, algunas semillas de mate amarilleadas.

Pegué un salto al enterarme de que las semillas, roídas por los ácidos estomacales de estas aves tan raras, habían perdido las cutículas negras que las rodeaban, y me puse a imaginar que quizás así podrían germinar. La teoría resultó perfectamente exacta, al volver a la quinta otra vez, planté estas semillas, y unas semanas más tarde, aconteció el milagro. ¡Decenas de finos filamentos verdes surgieron de mis macetitas!

¡Había vuelto a descubrir, dos siglos después de los sabios jesuitas , el secreto del mate! ¡Lleno de entusiasmo y reconocimiento por mi eterno amigo Alejandro, lo nombraba Ilex humboldtiana! ¡Cómo me habría gustado que esté a mi lado en aquel momento! No obstante, por no tener zorzales en mi campo, me tocaba descubrir un procedimiento químico para sacar las envolturas de las semillas, probé con todos los catalizadores posibles, los alcalinos más diversos y terminé descubriendo que remojarlas en una leche de potasio convendría perfecto.

Sin embargo, Adelia cada día se mostraba más reacia a mis experiencias y proyectos, ya no aguantaba verme todo el día con la ropa recubierta de índigo y potasio, (según ella era yo el hazmerreír de nuestros vecinos y amigos), privándome de sueño y vida de familia para lograr mis objetivos. Nuestra historia, a pesar de su corta duración, no parecía que iba a durar mucho más tiempo. Al frisar en los cincuenta años, cansado de las mundanalidades y de las ciudades, sentía que la vida estaba en otros lares, que había nacido para explorador y que iba a serlo, y tal vez sería allá en el Norte, en las Misiones Occidentales, a lo largo del litoral del Paraná y del Uruguay. Entablé contactos con el caudillo local, Ramírez , y una vez más, solo con mi bolso de viaje, volví a salir, dejando mi quinta y mi nueva familia.

En efecto, gracias a mi reciente cargo de Naturalista de las Provincias Unidas, (y después de haber vendido mis herbarios y mis dibujos de Martín García, a mis amigos los comerciantes franceses, Meyer y Roguin ), pude financiar una expedición hacia Corrientes, en compañía de mis socios, con los cuales había resuelto probar la tentadora aventura del mate.

Emma estaba llorando, le prometí a Adelina volver cuanto antes, empero frente a la aventura, no se puede dominar nada.

Así iniciaba mi viaje sin retorno, duraría casi 40 años, iba a conocer las mayores dichas y las peores desdichas, envuelto en la vorágine bélica de las Provincias Unidas de la Plata, en los combates encarnizados post-independencia, ora mimado ora execrado por los caudillos locales, iba a pasar de la mayor libertad al confinamiento más horrible, para tocar el fondo de la desesperación diez años después de mi salida, rebasando por primera vez los límites de mi resistencia y experimentando la zozobra de la mayor impotencia.

Pese a todo procuraba en todas circunstancias dar pruebas de una inalterable sangre fría y en todas partes ejercía mi filantropía , lo que me valió por doquier, aun cuando me quitaron la libertad, el mayor reconocimiento.

Es lo que voy a contarles ahora, mediante este libro, al cual hice mío , Memorias de ultra tumba . El Río de la Plata, el río sin plata voy a remontar, luego iré flotando por el Paraná, la ciudad de las siete Corrientes de riberas risueñas me está esperando, y allende el lejano y atrayente Paraguay , el Paraíso del Mate, a bordo de la semaca La Bombardera, ya puedo embarcar, el primero de octubre de 1820 .

lundi 3 novembre 2008

« “La hamaca paraguaya”: distancia, silencio, ausencia, esperanza”, Eric Courthès


« “La hamaca paraguaya”: distancia, silencio, ausencia, esperanza”


Eric Courthès
eroxa.courthes@orange.fr

Presentaré esta ponencia en el marco del seminario sobre América Latina de Maryse Renaud, en la MSHS de la Universidad de Poitiers, el 12 de diciembre de 2008, de las 10h30 a las 18h3O. Gracias por acudir numerosos a este evento.

“Siempre tuve la sensación de que el tiempo en el Paraguay es inmóvil, el tiempo de la fijeza, el tiempo petrificado, seco, vacío, fósil. Y que lo que se mueve en esa isla rodeada de tierra es la gente en incesantes peregrinaciones, en éxodos de nunca acabar”., Augusto Roa Bastos, El fiscal, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p.66.



I) El balanceo de una hamaca en la lejanía

Lo que de antemano no deja de llamarle la atención al espectador de esta película tan rara, es el elemento central de casi todas las escenas: una hamaca paraguaya, bien ancha y larguísima, colgada de dos árboles, donde dos viejitos, Cándida y Ramón, están esperando en vano que se les vuelva el hijo Máximo, desaparecido en la cruenta y nunca olvidada Guerra del Chaco. Primero, porque Paz elije filmarla a unos veinte metros, lo que tendrá, sin que quepa la menor duda, un alto valor simbólico: su mirada es la de una joven paraguaya, de 32 años en el momento de la filmación. Podría ser la nieta de los dos famosos actores paraguayos, Georgina Reyes y Ramón del Río, pues los mira desde lejos, con cariño y pudor, como si fueran íconos de un tiempo ya desaparecido pero tan presente en las almas de los paraguayos de hoy. Es más, no se expone el dolor ajeno con sensacionalismo, se lo mira desde lejos con respeto, como muestra de una época muerta y re-sucitada a la vez. A través de esta película, la Guerra del Chaco viene a ser un fósil vivo, un celacanto que a ratos vuelve a salir de sus abismos, para enseñarle a la gente su actualidad y vigencia.
En su perpetuo balanceo, se oscila entre presente y pasado, dejándolos confundidos, la hamaca paraguaya parece ser un péndulo, él de Foucault podría ser, vacilando y cavilando entre dos y uno, entre movimiento e inmovilidad, entre dualidad y unidad. La de una pareja de ancianos, que se las pasan viviendo una soledad de a dos en compañía, pasando de peleas interminables y sin sentido al cariño más profundo. Ahí está el secreto del amor duradero, que es la única forma de resistir el pesar de la ausencia del ser más querido: “Nos tenemos uno al otro”, le susurra en la hamaca Cándida a Ramón, los dos bien pegaditos por los hombros, unidos en la desdicha, en su hamaca flotante entre dos tiempos, unos minutos antes del final.
Más allá de este aspecto de reserva de la joven realizadora paraguaya, de su pudor y respeto frente a la desdicha y a la intimidad de esta pareja, que le permite sugerir a Paz Encina, la distancia de las tomas, uno se sorprende escrutando el espacio, procurando adivinar el significado de los más mínimos gestos de los dos protagonistas: Cándida pelando mandioca o Ramón cebando el mate por ejemplo. De esta cotidianeidad elemental brotan varios significados, que se le imponen con fuerza al espectador, por ejemplo el Amor y la Muerte, que van cruzando toda la película, hasta que termine con ambas temáticas confundidas, y que el cielo por fin se abra para liberar a la lluvia, a la verdad también.





II) El silencio atronador de la fiesta de la muerte

En esta película tan extraña, que rompe con los habituales cánones del cine, no sólo la distancia y la profundidad de campo de las tomas impresiona sino también los silencios, por ejemplo cuando Ramón, al comienzo de la película, va al cañaveral a cortar caña, lo vemos de espaldas y durante unos dos o tres minutos, que parecen mucho más, sólo se escucha el crujir de sus pasos sobre la caña y el ruido del machete con el cual va sacando las hojas secas.
Y de repente, en este silencio atronador, más llamativo que cualquier discurso, que lo aspira al espectador en su espiral de múltiples sugestiones, surge la voz del hijo: “Buen día papá”, le dice, y así empieza uno de los numerosos diálogos in ausentia de la película. Luego el ánima del muerto, el anguera en guaraní, la del hijo Máximo, la visita a su mamá en el lavadero, y se experimenta el mismo proceso, la voz del hijo viene en off, se ve a la madre de espaldas, su voz también sale de afuera del escenario.
Se trata pues de un cine de la conciencia, parecido al de Wim Wenders en “Las alas del deseo” por ejemplo, no hay diálogos de verdad sino en la hamaca, y en este caso, como ya lo vimos, los dos personajes están tan lejos que no se les puede ver el movimiento de los labios.
Luego, cuando Ramón va a la casa del vecino, don Jacinto, y le pregunta por la guerra, se lo ve por primera vez de cerca pero de perfil, no sale ninguna voz de su boca sino de afuera, el vecino está dentro de su casa, tampoco se lo ve.
Por fin, cuando llega el cartero, también invisible, y le anuncia la muerte de Máximo a Cándida, ella está también de perfil, delante del horno, ni siquiera mira hacia él, su voz sale de afuera y se niega a admitir lo indiscutible, el fallecimiento de su hijo, de un tiro en el corazón.
¿Ahora bien, cómo podríamos interpretar todos estos diálogos truncos? Para mí, son el reflejo fílmico de la ausencia del hijo, lo mismo pasa con estos silencios interminables que los entrecortan, a lo largo de la película. Los dos personajes están instalados en un proceso de dolor intenso, del cual otra vez la realizadora no quiere dar una imagen sensacionalista sino pudorosa. El silencio y la ausencia van juntos, no se expone el sufrimiento ajeno, se lo sugiere mediante un silencio casi estresante y unos diálogos escalofriantes, por su naturalidad, de los padres con el muerto ausente.
Así es pues, son prosopopeyas, muy roabastosianas y paraguayas desde luego, aunque según la propia realizadora, la influencia de Rulfo fue también muy importante para ella. En efecto, como lo recuerda Ramón del Río en el muy sugestivo making of, citando al genio nacional Augusto Roa Bastos, “El Paraguay se enamoró del infortunio”.
De hecho, en este país tan desconocido como interesante desde varios ángulos, -desde la antropología a la lingüística pasando por una rica y original literatura-, la muerte está presente en cada esquina. Desde la dictadura del temible Doctor Francia y luego las atrocidades de la Guerra Grande, -después de la cual quedaron más muertos en los campos de batalla y los camposantos que vivos en la calle-, hasta hoy, cuando según la propia Paz, no se evacuaron esos traumas sino todo lo contrario, cada paraguayo pareciendo “andar llevando sus muertos a cuestas ”.
En realidad, y en ello cabría buscar explicaciones más profundas en la cultura guaraní , el Paraguay se siente y se vive como un país de la muerte, pero no de esa muerte mórbida que nos atormenta el alma a nosotros occidentales, sino una muerte casi festiva, por lo menos cotidiana, inscrita en el proceso diario de la vida. A estas alturas, símiles con otras civilizaciones de la muerte como las de Méjico, de Madagascar o de la China, e incluso con la tradición británica de Halloween, vendrían al caso. La muerte termina siendo una fiesta que ilumina la vida.
Por lo tanto, “Hamaca paraguaya” acaba siendo la metonimia de toda una cultura muy insular y especial basada en una confrontación natural y positiva con la muerte. Un espacio propio, rompiendo con el escenario vegetal que lo rodea, tal como el país de Roa Bastos, la famosa “isla de tierra sin mar” rompe con su entorno, histórico y geográfico, en el Paraguay como en la hamaca que lo contiene, no pasa nada igual que en otras partes. Podría pasarse uno horas demostrándolo pero estas reflexiones nos harían salir de nuestro principal cauce, dar a comprender una película tan extraña para el entendimiento occidental. Ningún silencio dura demasiado, ninguna alusión a la muerte es mórbida sino que se nos presenta, tal como la hamaca, como ícono de una cultura mestiza cuya idiosincrasia no tiene parangón en toda América Latina.
Volvamos pues a nuestro tema, esta película en realidad es silencio, sólo los gritos de las aves que anuncian la lluvia, -la cual nunca llega sino al final, coincidiendo con la noticia de la muerte del hijo-, y los escasos “diálogos”, -en realidad no lo son, dado que no hay intercomunicación y confrontación en el mismo espacio-, le dan su puntuación al silencio.

Los “diálogos” funcionan pues como coros fúnebres, como responsos, o acordes de instrumentos de música, en esta sinfonía de la fiesta de la muerte, susurros selváticos en guaraní, con subtítulos en español paraguayo, -sobre este aspecto también cabrían muchas interpretaciones -, entrecortan el silencio y no al revés, como suele pasar en películas de factura más clásica.

III) Una ausencia muy presente

Si bien el silencio en esta película constituye en realidad su trasfondo, la ausencia sería su motivo, materializada por todos los diálogos en off. En efecto, la pareja de viejos ya no le encuentra sentido a la vida, ya que están separados de su hijo único, desaparecido en la Guerra del Chaco, o Guerra de la Sed, entre Paraguay y Bolivia, de 1932 a 1935. Viven en el Chaco, en un lugar muy apartado, donde no llegan nunca ni la lluvia ni las noticias. De hecho, es de esperar la visita de Ramón a don Jacinto, al cabo de casi cincuenta minutos, para que nos enteremos de que ya la guerra ya había cesado, desde hacía dos días, el 12 de junio de 1935.
Un poquito más tarde, llega el cartero y le anuncia la muerte probable de su hijo a Cándida, sin embargo, en los dos casos, ambos personajes se niegan a admitir la evidencia, ya que en el tiempo de la ausencia aún cabe la esperanza de que vuelva el hijo. Se las pasan lamentándose por su suerte, no se sienten bien ni siquiera en la hamaca: “No me hallo en esta hamaca Ramón”, dice Cándida varias veces, pero queda la esperanza de que la ausencia de Máximo sólo sea pasajera, de que retorne a su casa al final de la contienda.
Sólo así, amén de su natural amor por el hijo, se puede explicar que procrastinen tanto los dos personajes, que hagan durar tanto esta situación de incertidumbre, que a nosotros nos parece pesadumbre, y que Ramón, después de la visita al vecino, declare: “Podemos esperar todavía al que se fue.” También así se puede explicar el empecinamiento de la madre en decirle al cartero que su hijo tenía el corazón en el centro del pecho y por tanto que él no podía ser el muerto. Esta negación en admitir lo evidente, en hacer que dure eternamente el tiempo de la ausencia-esperanza, también puede justificar la actitud de la madre frente a la mariposa muerta, la tira muy lejos, o también su negación en reconocer la camisa agujereada de su hijo. Su dolor es inmenso pero no llega al duelo completo, porque les queda un hilito de esperanza en ese tránsito de la ausencia-esperanza, en realidad, Máximo está presente, está con ellos, con su papá en el cañaveral, con su mamá en el lavadero. Hasta que traigan su cadáver, no van a querer salir de esta esperanza ciega que se niega a la evidencia, máxima prueba de amor, tan frágil como la hamaca vieja, pero que de puro milagro se mantiene firme en medio de la tormenta bélica.
En realidad, sólo la perra intuyó lo que pasó, por eso no aguantan sus perpetuos lamentos por el hijo perdido, incluso Ramón no quiere darle de beber al animal muerto de sed en este verano chaqueño tan canicular, y por eso también Cándida le aconseja a Ramón que le dé una camisa vieja de Máximo para calmar su angustia. Frente a la ausencia de un ser querido, los humanos nos portamos con menos perspicacia que un animal doméstico, en nuestro amor podemos buscar todos los pretextos de nuestras añoranzas, incluso en nuestra humanidad versus su simple animalidad, sin embargo, algún día conviene terminar con el dolor causado por la ausencia, porque eso a la larga lo mata a uno también.

IV) La esperanza de que nunca termine la espera

Pues, así es, ninguno de los dos acepta lo evidente, la muerte de Máximo, no obstante, cada uno tiene su manera de esperarlo. Ramón, como ya lo vimos, es el que más espera y cree en la vuelta de su hijo, quiere seguir esperando, cueste lo que cueste. Se empecina en su esperanza ciega como el campesino chaqueño que es. Cada año, pasa lo mismo, la lluvia no llega a esos confines del mundo, pero el viejito pega un salto en la hamaca cada vez que escucha el grito de las aves. Su leitmotiv sería “se puede esperar”, siempre queda un hilito de esperanza en algo mejor, en el “renacer” de su hijo, tal como lo sugiere el título del tema musical de Óscar Cardozo Ocampo, elegido por Paz en su película. En el cañaveral, incluso llega a decirle: “Vos vas a volver mi hijo.” Todo puede ocurrir, incluso lo más improbable, como la lluvia que al final del film se larga por fin sobre sus cabezas. Todo puede pasar, con tal que no salgan los dos ancianos del tiempo de la espera, de la esperanza del que espera, porque de lo contrario, sería para los dos pobres viejitos el anuncio de su propia muerte.
Cándida en cambio, no parece ilusionarse mucho por la vuelta de su hijo, incluso si al final también entra en el juego de la “procrastinación”, rechazando la noticia del cartero. “No se puede nada contra lo que no te llega”, le dice a Ramón desde el comienzo, en un arranque muy fatalista y beckettiano. No sirve de nada esperar a Godot pero lo mismo ella lo sigue esperando, pese a todas sus dudas, a su malestar permanente de madre, a sus intuiciones de mujer que le dicen que ya ha muerto su hijo, Cándida espera dudando y renegando pero sigue esperando con mucha fe y amor en sus adentros…
En el tiempo infinito, inmóvil, “petrificado”, -diría el Maestro Roa-, de la espera, todo puede seguir como antes. En esta mera repetición de los hechos cotidianos, las dudas de la madre se inscriben más bien en una especia de discurso automatizado, en réplicas que sólo sirven para marcar el compás del silencio y del espacio. La pareja de ancianos sigue peleando con cariño, como siempre lo han hecho y en esta perspectiva, la actitud de Cándida está más bien en llevarle la contraria a su marido, sin que constituya un conflicto real. Son diálogos por encima del silencio sepulcral de la muerte, que salen “por sí solos ”, como lo diría la joven realizadora paraguaya, y que revelan el estado de ánimo más profundo de los protagonistas.
Cándida se siente incómoda en esa vieja hamaca: “No me hallo en esa hamaca Ramón”, -como lo dice calcando su discurso sobre una estructura sintáctica guaraní idéntica-, siempre se quiere ir. Ramón está esperando a su hijo con la tenacidad ciega del campesino chaqueño, tal como se espera a la lluvia, como “agricultor”, como él se califica a sí mismo, sigue dialogando a escondidas con su hijo y se resiste en admitir lo inevitable.
A la visión fatalista de la mujer se opone la actitud esperanzadora e inmemorial del hombre de la tierra, “Lo que se espera, ya no se quiere venir”, dice Cándida, o “Lo que se espera, se espera en vano”, pero el viejito sigue esperando que llueva y que vuelva su hijo. Incluso Cándida, harta de sus locas ilusiones, llega a decirle que la esperanza es lo que lo pierde a Ramón, pero el anciano, justito antes de que se vaya a la casa del vecino remata el tema diciéndole a su pareja y vieja comparsa: “Mi hijo puede llegar en cualquier momento y yo no lo voy a encontrar.”
Es más, al enterarse de que la guerra ha terminado, sigue esperando y dice casi al final de la película: “Podemos esperar todavía al que se fue.” En esta cita, cada palabra tiene un gran peso semántico, esperan de a dos, llevados por la fuerza de su amor, a pesar de las dudas de la madre, y sobre todo, “el que se fue”, ser anónimo” barrido por la guerra, ya no es el hijo sino sólo un ser que se fue pero que puede volver, como todos esos soldados lisiados y locos, que vomitó por todo el país, tal como heces humanas, esa guerra de otros. Al lector de uno de los capítulos más estremecedores de Hijo de hombre, “Ex combatientes”, no le cabe la más mínima duda, más vale morirse en el frente que volver en ese estado infra humano. En verdad, sólo al final de la película, parece rendirse el viejo Ramón diciendo: “Ya no hay nada que hacer, la muerte se hace sentir.”, pero en realidad, alude a la suya por el dolor que le oprime el pecho.
Pues, en este tránsito de la vida-muerte, que vienen a formar un solo concepto doble cuyos polos están inseparables, como en la tradición indígena, la que más lucidez tiene es sin lugar a dudas Cándida. Intuye que lo peor no es el dolor de la ausencia y su irracional esperanza, sino lo que acarrea la muerte, un inmenso dolor que lo puede llevar a uno también al óbito: “La muerte pasa rápido Ramón, pero es ese después lo insoportable.”
“La hamaca paraguaya” viene a ser pues la exposición del tiempo fosilizado y circular del dolor de dos padres por la ausencia de su hijo, que se queda al borde del tiempo de la comprobación de ésta, donde empieza lo inevitable, la aceptación de la muerte del ser querido.


“- Si on se quittait? Ca irait peut-être mieux ?
-On se pendra demain. A moins que Godot ne vienne.
- Et s’il vient ?
-Nous serons sauvés. »
En attendant Godot, Samuel Beckett, Paris, Editions de Minuit, 1952.

dimanche 2 novembre 2008

Kamba Kua, el agujero de los negros en Asunción del Paraguay










Un lindo día de agosto de 2008, nos fuimos con mis amigos Amanda Pedrozo y Luis Hernáez a visitar a Lázaro Medina, Director del Ballet Kambá Cuá, de Asunción. Nos atendieron muy bien, tocaron por nosotros sus preciosos tambores, nos dejaron visitar su linda capilla, donde lo vimos a su famoso Santo Negro, San Baltazar.... Lo sacaron por nosotros de la capilla, y fue un momento muy especial...

Esta gente muy valiosa, descendientes de esclavos angoleños, y luego de los soldados de Artigas, fueron confinados al Paraguay, con su jefe, por el Doctor Francia...

A pesar de que les quitaron el 90 % de sus tierras en San Lorenzo, para edificar una Universidad, siguen confiando en el porvenir y gozando la vida gracias a su cultura preservada, y en especial su música que les da ganas de seguir existiendo...

Hoy siguen vivos entre los paraguayos, con una cultura muy tenaz y original...

Siempre será para mí uno de mis mejores recuerdos de viaje, y eso que hice muchos...

Eric Courthès



Escucha a Kamba Kua en You Tube!!!!

http://www.youtube.com/watch?v=tltNfHalHDE


Testimonio de Alejandro Bovino Maciel, sobre el Kamba Cua de su infancia en Corrientes, (la cancioncita no es suya sino de Osvaldo Sosa Cordero...)



Festejan el seis de enero

su Función, San Baltazar

El santo más candombero

que se pueda imaginar

Por ser la de este santito

la función de los cambá

ya armaron el bailecito

los del barrio Cambá Cuá




Si hay algo que recuerdo de mis primeras impresiones de Corrientes (crecí en Bella Vista hasta los 10 años en que nos trasladamos a la ciudad de Corrientes) justamente es la fiesta de los cambá los 5 y 6 de enero. Gustavito Rey un amigo mío anduvo estudiando el tema de la música negra en las fiestas de Corrientes y sé que estuvo en Empedrado donde también hay culto a San Baltazar, en Saladas, Ramada Paso, Curuzú... está bastante difundido ese mitograma del santo negro.

La "casa" de san Baltazar estaba a 2 cuadras de mi casa, en lo de los Vedoya y la procesión del 6 de enero salía de la Iglesia de la Cruz de los Milagros (cerca del museo Bompland, la habrás conocido...) y pasaba frente a mi casa.

Era de mucho jolgorio, muy festiva. La negra Minga era una de las portaestandartes y en pleno paso de la procesion se bajaba el escote cuando un arriero la miraba. Era casi carnavalesca con mucho bullicio, rezos en medio, bombas de estruendo, fanfarria de la policía, un circo total.

Los Reyes Magos que jamás me dejaron un puto regalo al menos me regalaban esta alegría cada 6 de enero.