jeudi 27 novembre 2008
" La isla del mate", in " Memorias de un muerto, el viaje sin vuelta de Amado Bonpland", Eric Courthès
Este capítulo de mi próxima novela de Bonpland será publicado por "Palabras escritas", n° 7, Asunción, marzo de 2009.
Preciosas ilustraciones de Laure Joyeux
LA ISLA DEL MATE
“Así hasta que se vio que todas las islitas estaban queriendo formar una sola. Quedó la islita grande y alrededor pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.” (Juan José Saer, El limonero real, Buenos Aires, Seix Barral, p. 149)
El Saint-Víctor arriba por fin a Buenos Aires, el 18 de enero de 1817, al cabo de 55 días de navegación. En ese puerto sin muelle de los confines del mundo, permanecemos un ratito en la entrada del estuario y unas balleneras vienen a buscarnos, para cargar nuestros muebles y libros y sobre todo mis colecciones de plantas, que tengo la intención de aclimatar acá. En cuanto tocamos con los pies la costa, como si fuera un signo del cielo, miríadas de mariposas blancas van rodeándonos, mi hija Emma se divierte muchísimo con el fenómeno. Adelina, encaramada en el lomo de un changador , al desembarcar empapó su vestido en el agua sucia y perdió uno de sus escarpines en el lodo, de ahí que ya esté maldiciendo ese puerto sin malecón y eche mala cara a la gente del comité que nos está acogiendo. Ni siquiera está ahí un miembro del gobierno argentino, lo que le parece ser a mi esposa de muy mal agüero, procuro tranquilizarla pero no sirve para nada…
El Cónsul de Francia, Leloir, nos instala en una preciosa casa con patio trasero del barrio San Francisco. Adelina parece recobrar ánimo y la acondiciona con gusto, Emma alegra con sus juegos y risas el jardín. Muy pronto recibimos a los miembros de las familias criollas más ilustres y también a numerosos franceses , Adelina dio pronto con un piano y todas las noches nos tocaba algunas de sus sonatas preferidas. Emma y yo tocamos a cuatro manos, ya no parece tener sombra nuestra felicidad. A intervalos regulares se nos invita en los recibos de las grandes familias porteñas, en los cuales se come como reyes, donde se entera uno también de los grandes movimientos libertadores de este mundo, y sobre todo en los que se confabula entusiasmadamente contra Pueyrredón.
En uno de estos ágapes políticos, me topo con los hermanos Robertson que despiertan mi curiosidad con sus relatos sobre el fascinante Paraguay y sobre todo me cruzo con el flamante General San Martin, cuya valerosa espada una noche roza mi paraguas en el zaguán. Vestido como un petimetre, con un frac azul, una blanca corbata y un chaleco amarillo, soy objeto de todas las miradas, y Adelina ve con muy malos ojos a todas esas mujeres que van gravitando alrededor mío. Soy el centro de interminables tertulias en las cuales la gente se extasía por mi viaje a las fuentes del Orinoco, sin embargo, en mis adentros, todas esas representaciones no me entusiasman y ya sueño con viajar de nuevo...
Durante el día, ando muy ocupado como siempre, compro la Quinta de los Sauces, en el barrio de San Telmo, un inmenso predio medio abandonado de la Comunidad de Bethlehem, con la intención de crear un jardín botánico y sobre todo de salvar parte de las 2 000 plantas diferentes que he traído de Europa . Para mantener a nuestra familia, abro un consultorio y me dedico a la medicina. Muy pronto, ya no me queda un minuto libre, y las tertulias con Adelina y nuestros amigos me relajan sobremanera del ajetreo diario. Sin embargo, muy rápido, una sombra viene a enturbiar este ambiente idílico, Adelina, durante nuestras largas reuniones, no puede dominar más tiempo su odio por el gobierno argentino, lamenta el abandono financiero en que nos mantienen. Por la ausencia de Rivadavia, y habida cuenta de la agitación extrema en que se encuentra el país , el Director Supremo, Pueyrredón, no cumple con los compromisos del gobierno argentino, lo que me obliga a que invierta mi propia plata en la Quinta de los Sauces.Ni siquiera el título honorífico de « Profesor de Historia Natural de las Provincias Unidas », que me otorga en el mismo periodo el Ministro Tagle, cambia algo para mí, es más, me convoca en su despacho y aprovecha la ocasión para señalarme la actitud abusiva de Adelia. Recién al volver a casa, me veo en la obligación de llamarla al orden, acá todo se sabe y se calla y mientras no silencie sus quejas, (perfectamente justificadas por lo demás), no podremos contar con el amparo del Gobierno argentino, en nuestro litigio con la Compañía de Bethlehem .
Y entonces, en la misma época, desde el fondo del barrio de los Aguerridos, la voz de una conspiración contra el gobierno argentino se levanta. Entre los cinco conspiradores, dos asisten regularmente a nuestras tertulias, Robert Charles y Jean Lagresse. Se han juntado con el coronel Carrera en Montevideo, y su meta es derrocar a Pueyrredón. Muy pronto por la intervención del gobierno fracasa el complot de los franceses, y se me convoca en el gabinete del juez García de Cossio, el 12 de diciembre de 1818. Encontraron tres de mis cartas destinadas al director de la Academia de las Ciencias de Brasil en el correo de uno de los conspiradores, nombrado Parchappe, y a muy duras penas pude demostrar que no tenía nada que ver con la conspiración. Una semana más tarde, expulsaron a Parchappe y a otros tres franceses, en cuanto a nuestros amigos Lagresse y Charles, pese a la solicitud de indulto firmada por Leloir, Roguin y yo mismo, no sirve de nada, se los condena a muerte y se los ejecuta la semana siguiente.
En estos trances, decidí que no podía aguantar más la zozobra, la actitud de Adelina peligraba nuestras vidas, ya no me apetecía nada, ni mis pacientes, ni mi cátedra, (imaginaria en realidad), ni siquiera la explotación de mi quinta. Necesitaba libertad, cambiar de aire, y a comienzos de 1819, solicité y obtuve del Gobierno argentino el permiso de explorar el Delta del Tigre y herborizar en esa zona. Pues volvía a emprender el curso de mis tripulaciones, a observarlo todo, analizar, describir, la redacción de mis “Diarios de viajes por el Río de la Plata” duraría más de 30 años, me había vuelto de nuevo el Bonpland explorador y la riqueza del Delta era muy propicia para ello. En efecto, aquel delta precioso cuenta con una infinidad de ramificaciones, canales, islotes secretos y me imaginaba que había vuelto la época bendita de la exploración del Orinoco, con mi amigo Alejandro.
En el transcurso de unos de mis recorridos anteriores, en compañía de mi amigo el dibujante Pierre Benort , ya había descubierto en el fondo del Delta, a unas diez horas en balandra de Buenos Aires, un islote precioso nombrado Martín García. Le pedí permiso al comandante del fuerte para abordar pero me fue negado, por ser la isla un presidio donde se destinaban a todos los enemigos del régimen.
Por fin arribamos un lindo día de enero de 1819, me impresiona de antemano la riqueza de la flora y la fauna, sus costas están cubiertas de decenas de especies de lauráceas, sus numerosos y tupidos bosques están bordeados de mimosáceas. Cotorras variopintas alegran todos los árboles, fragancias múltiples brotan de los suelos aluviales, cubiertos de corimbos multicolores y de malváceas negras y violáceas, rodeadas de una corola anaranjada . En Martín García, la hierba florece todo el año, todos los climas, todas las plantas y los animales del Paraná y del Río de la Plata confluyen ahí, creí descubrir un Paraíso. Pedro está tan entusiasta como yo, anda dibujando todo lo que encuentra, el Delfín ya se olvidó de sus orígenes. ¡Vamos recorriendo praderas y bosques tal como dos muchachos emocionadísimos!
Me habían contado que se encontraba en la isla una gran cantidad de plantas del Paraguay y de Corrientes, cuyas semillas de seguro fueron traídas por las corrientes del nordeste, o que los Jesuitas del Paraguay trajeron en la época de sus peregrinaciones por el Río de la Plata. De ahí mi esperanza un poco descabellada de encontrar en este sitio caá, la famosa yerba mate, llamada también “té de las Misiones”, la cual fue la mayor fuente de su prosperidad, dado que esta planta se toma en infusión, de forma casi general, desde el Virreinato del Perú hasta el Río de la Plata, y que dominaban totalmente su producción y mercado.
Permanecí tres semanas en aquella isla preciosa, en compañía de mi ilustre amigo Benort, recorriendo todos los caminos y los campos, todos los días iba descubriendo plantas más raras pero nada de yerba mate. Al cabo de una semana, conocí a un indio guaraní, al que unos misioneros habían traído y que se había vuelto isleño a pesar suyo. Se llamaba Tupaí y su hijo de 6 años, Jaraí, padecía una fiebre extraña, parecida a la malaria, que aliviaba con remedios caseros. Cuando se recuperó lo suficiente merced a mis decocciones de quina, le comuniqué el objeto de mis investigaciones.
Descubrir por fin la yerba mate, que sólo Azara y Bougainville hasta el momento habían podido tocar, pero mucho más en el norte desde luego. Tupaí conocía la mágica caá, y como cualquier indio guaraní no podía prescindir de ella. Pues me llevó a lo largo de senderos que yo ya había recorrido decenas de veces, y de repente, en la linde de un bosque de laureles negros, me hizo penetrar bajo los árboles por una picada, y al cabo de cinco minutos, nos encontramos en medio de una plantación natural, importante para esta región, decenas de arbolitos de mate, perfectamente disimulados en el corazón del monte.
Me puse loco de contento y empecé a pegar saltos por todas partes, el indio salió corriendo, del susto hubo de ser. Me dejó solo con mis plantitas de mate. ¡Por fin podía justificar mi ausencia respecto a Emma y Adelina! ¡Claro que las extrañaba pero Buenos Aires se había vuelto tan asfixiante! De inmediato me puse a examinar atentamente sus preciosas hojitas, armado de una lupa, las observé bajo todos los ángulos. Tienen una forma casi ovoide, de un color verde oscuro en la parte expuesta al sol y casi blanquecino en la otra, nada que ver con las ramitas secas traídas por Bougainville al Muséum . En seguida clavé la uña de mi pulgar en una de ellas, e hice brotar la savia, verde y espesa, con la punta de la lengua probé el jugo y lo supe amarguísimo .
Pues me pasé los días siguientes observando la yerba mágica del Paraguay, Pierre la dibujó detalladamente, así como las plantas y el terreno que la rodeaba, analicé la naturaleza del terreno, descascarillé sus semillas que les encantaban tanto a los zorzales. En realidad fusioné totalmente con su entorno.
Al volver a Buenos Aires, procuré hacer germinar las semillas. Pero ya sea por culpa del clima, o por la tierra de la quinta, a pesar de su gran riqueza gracias al riachuelo que iba corriendo en el fondo del predio, no hubo manera de que brotara algo. Estaba al borde de la desesperación, en efecto mi porvenir en aquellas tierras australes, dependía rigurosamente del descubrimiento del secreto del mate.
Pues decidí volver a Martín García, Tupaí y Jaraí me acogieron con sumo júbilo en el muelle, nos fuimos directo al jardín secreto, y resolví acampar en el mismo sitio, hasta que pudiera descifrar por fin el enigma.
Por una linda tarde de verano, mientras los últimos rayos del sol poniente iban filtrando entre las ramas del bosque, un vuelo de estos zorzales, tan arraigados al parecer a este lugar, pasó volando encima de mi cabeza y uno de ellos depositó en pleno centro de mi cráneo sus excrementos. ¡Maldita ave! ¡Cómo el desvergonzado volátil podía dar tan seguro en el blanco! Entonces eché con el dorso de la mano la inmunda deyección, sin embargo pese a mi gran celeridad, se me quedaron unas gotitas del horrible líquido en la mano, y en el medio, algunas semillas de mate amarilleadas.
Pegué un salto al enterarme de que las semillas, roídas por los ácidos estomacales de estas aves tan raras, habían perdido las cutículas negras que las rodeaban, y me puse a imaginar que quizás así podrían germinar. La teoría resultó perfectamente exacta, al volver a la quinta otra vez, planté estas semillas, y unas semanas más tarde, aconteció el milagro. ¡Decenas de finos filamentos verdes surgieron de mis macetitas!
¡Había vuelto a descubrir, dos siglos después de los sabios jesuitas , el secreto del mate! ¡Lleno de entusiasmo y reconocimiento por mi eterno amigo Alejandro, lo nombraba Ilex humboldtiana! ¡Cómo me habría gustado que esté a mi lado en aquel momento! No obstante, por no tener zorzales en mi campo, me tocaba descubrir un procedimiento químico para sacar las envolturas de las semillas, probé con todos los catalizadores posibles, los alcalinos más diversos y terminé descubriendo que remojarlas en una leche de potasio convendría perfecto.
Sin embargo, Adelia cada día se mostraba más reacia a mis experiencias y proyectos, ya no aguantaba verme todo el día con la ropa recubierta de índigo y potasio, (según ella era yo el hazmerreír de nuestros vecinos y amigos), privándome de sueño y vida de familia para lograr mis objetivos. Nuestra historia, a pesar de su corta duración, no parecía que iba a durar mucho más tiempo. Al frisar en los cincuenta años, cansado de las mundanalidades y de las ciudades, sentía que la vida estaba en otros lares, que había nacido para explorador y que iba a serlo, y tal vez sería allá en el Norte, en las Misiones Occidentales, a lo largo del litoral del Paraná y del Uruguay. Entablé contactos con el caudillo local, Ramírez , y una vez más, solo con mi bolso de viaje, volví a salir, dejando mi quinta y mi nueva familia.
En efecto, gracias a mi reciente cargo de Naturalista de las Provincias Unidas, (y después de haber vendido mis herbarios y mis dibujos de Martín García, a mis amigos los comerciantes franceses, Meyer y Roguin ), pude financiar una expedición hacia Corrientes, en compañía de mis socios, con los cuales había resuelto probar la tentadora aventura del mate.
Emma estaba llorando, le prometí a Adelina volver cuanto antes, empero frente a la aventura, no se puede dominar nada.
Así iniciaba mi viaje sin retorno, duraría casi 40 años, iba a conocer las mayores dichas y las peores desdichas, envuelto en la vorágine bélica de las Provincias Unidas de la Plata, en los combates encarnizados post-independencia, ora mimado ora execrado por los caudillos locales, iba a pasar de la mayor libertad al confinamiento más horrible, para tocar el fondo de la desesperación diez años después de mi salida, rebasando por primera vez los límites de mi resistencia y experimentando la zozobra de la mayor impotencia.
Pese a todo procuraba en todas circunstancias dar pruebas de una inalterable sangre fría y en todas partes ejercía mi filantropía , lo que me valió por doquier, aun cuando me quitaron la libertad, el mayor reconocimiento.
Es lo que voy a contarles ahora, mediante este libro, al cual hice mío , Memorias de ultra tumba . El Río de la Plata, el río sin plata voy a remontar, luego iré flotando por el Paraná, la ciudad de las siete Corrientes de riberas risueñas me está esperando, y allende el lejano y atrayente Paraguay , el Paraíso del Mate, a bordo de la semaca La Bombardera, ya puedo embarcar, el primero de octubre de 1820 .
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