mercredi 8 décembre 2010

"Algunos cuentos glaciares", de Jacques Sternberg, La Gaceta, Santa Fe, 08/12/10


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Artes y Letras
Edición del Sábado 27 de noviembre de 2010
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Algunos cuentos glaciales
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“Triunfo de la muerte” (o “Los esqueletos interpretan una danza”), de Felix Nussbaum (1904-1944).

Escribir una novela es fácil, sentenciaba Jacques Sternberg (Bélgica, 1923- Francia, 2006), basta escribir unas cuantas páginas diarias; en cambio, para escribir unos 300 cuentos breves se necesitan unas 300 ideas, y las ideas no aparecen todos los días. “Por eso, algunos cuentos de este libro datan de 1948 y otros de 1973”, concluía. En la traducción de Eduardo Berti y posfacio de Hervé Le Tellier se acaban de publicar en castellano los “Cuentos Glaciales” de este maestro del relato breve, de los que transcribimos aquí algunas pocas perlas.


Jacques Sternberg

El objetivo
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“Selbstbildnis im Atelier”, de Felix Nussbaum.

Los técnicos ignoraban el objetivo exacto de esa máquina que vigilaban desde hacía más de seis meses.

Conocían tan sólo el plano de la máquina, un plano cuya complejidad presuponía un objetivo también complejo. Sabían a la perfección la labor que debían cumplir. Una labor muy sencilla porque la máquina se construía a sí misma con admirable habilidad, de igual modo que había construido aquel inmenso taller al que estaba atornillada, acoplada. Se decía incluso que ella misma había diseñado los planos de construcción. Faltaba poco para pensar que se había inventado a sí misma, del primero al último botón.

Al mediodía y al caer la tarde, la máquina alimentaba a los operarios que trajinaban allí inútilmente. En ocasiones, les daba algunos consejos. Un día curó a un trabajador herido. A menudo tocaba música. De haber nacido allí un niño, la máquina acaso se habría puesto a tejer. A fin de cuentas, ¿su objetivo no era brindar un espectáculo? ¿O era, más bien, persuadir a los técnicos de que se hallaban ocupados trabajando? Cuando estuviera al fin lista, ¿se autodestruirá para reconstruirse? por qué no... Daba la impresión de ser autosuficiente.

Esto último se comprobó cuando estuvo terminada. Luego de haber pronunciado en su propio honor un discurso inaugural, la máquina se obsequió a sí misma una garantía de diez años y un seguro contra incendios.

Tenía cien metros de largo y veinte de alto.

Los técnicos la observaron y en vano se preguntaron, una vez más, pero con mayor inquietud, cuál sería su utilidad. La máquina les dijo que todo había llegado a su fin y que podían abandonar el recinto. En cuanto se fueron, la máquina echó cerrojo a cada una de sus puertas. ¿Era éste su objetivo?

Ya a solas, probó varios gestos. Pronunció algunas palabras. Pero todo sin convicción. Tomó unos libros, fantaseó, se recitó incluso unos versos. Pero todo sin convicción.

No tardó en inmovilizarse.

Y luego se empezó a aburrir.

Aquél era su verdadero objetivo.

El estertor


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“Soir. Selbstbildnis mit Felka Platek”, de Felix Nussbaum.

Me aprestaba a abrir la canilla cuando oí el ruido. Parecía provenir de las entrañas de las cañerías. Era una especie de estertor constante, un lamento que se arrastraba de la vida a la muerte, en cámara lenta. Aquello duró un instante. Después, nada.

Abrí por fin la canilla, bruscamente. Y un chorro de sangre salpicó el lavamanos.

Lo impensable



En aquel mundo en el que la mente humana no podía diferenciar lo vivo de lo inanimado ni distinguir los elementos que constituían el suelo, los hombres cometieron un grosero desliz que costó la vida de una tripulación.

Seducido por la deslumbrante orquestación vegetal que estallaba en medio de aquel paisaje cristalino, un biólogo cortó una planta de colores asombrosos y la colocó en un vaso con agua.

Ese gesto fue la causa del incidente.

No era una planta lo que el biólogo acababa de arrancar. Era el jefe de los guerreros de aquel mundo.

El aterrizaje

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Jacques Sternberg. Foto: D. R.

Cuando los stralkos se contactaron por primera vez con nuestro mundo, aterrizaron en África, en medio de la maleza, muy cerca de una aldea zulú. Tomaron notas, dedujeron las leyes y las costumbres generales y, un año más tarde, invadieron la Tierra con el objeto de anexarla.

Se habían maquillado de negro, habían untado sus cuerpos con abundantes pinturas y se habían armado con piedras y flechas.

Pero, esta vez, aterrizaron en Estados Unidos, entre Boston y Chicago.

El último vagón



Por costumbre -siempre pensaba en posibles accidentes- había subido al penúltimo vagón.

Vi un compartimento vacío y, sin dudarlo, me instalé allí.

Pronto oí unos chirridos que anunciaban la partida.

Sólo al cabo de un buen rato vi desfilar a todos esos pasajeros. Yo los miraba un poco sorprendido pues el tren no se había detenido desde su partida.

Abrían la puerta corrediza de mi compartimento, entraban, me observaban, me preguntaban estúpidamente si había lugar, si yo les permitía que... Algunos deseaban incluso hacerme cierto pedido. Una estampilla, solicitó uno de ellos. O la llave de una valija perdida. O una cucharita de plata que una anciana me exigió no sin violencia.

Todos, sin excepción, terminaban pidiéndome disculpas y después retrocedían a los tumbos por el peso de sus valijas para perderse en el pasillo, murmurando que preferían el último vagón, que allí debía de haber algún sitio disponible.

No se hizo ningún alto durante el viaje.

A eso de las dos de la mañana, yo también fui al último vagón.

No me crucé, en el camino, con ningún viajero.

Ya en el último vagón, no encontré a nadie. Estaba todo desierto y el tren proseguía su azarosa marcha nocturna, con semejante estrépito que hacía pensar en unos toneles vacíos.

El regreso



Un día, volvieron a la Tierra.

Nos enseñaron que no éramos animales ni almas puras, mucho menos seres humanos, sino robots.

Unos robots de carne y hueso ya que habían utilizado esos materiales para fabricarnos. Nos habían modelado, por cierto, a su imagen y semejanza, pero muy deprisa y groseramente, sin ahondar en ningún detalle. Ellos eran los únicos seres vivos del planeta. Lo habían abandonado y lo habían dejado, hacía mucho, en nuestras manos. Y, como eran indolentes, nos habían concebido diestros, laboriosos, llenos de ambición y profesionalismo. Durante siglos y siglos, habíamos sido, sin saberlo, los aparceros de su Tierra.

Pero ahora estaban de regreso.

Y en su mirada inexpresiva no había reconocimiento ni indulgencia.

La tejedora



Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia.

Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana.

La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

El pensamiento



Primero cayó la bomba.

Jamás se supo de dónde venía ni quién la había arrojado, pero explotó sin hacer ruido, sin ninguna deflagración de luz y sin matar a nadie.

Tres horas después, a partir de cierto instante, los pensamientos se volvieron contagiosos en el mundo. En cadena, como una epidemia gradual.

En ese preciso instante, cierto hombre había pensado en suicidarse y su pensamiento había sido más intenso y poderoso que los demás. Cientos de hombres pensaron, acto seguido, en lo mismo. Luego, miles y millones de hombres. Y todos pasaron en conjunto a la acción.

Dos días más tarde, muy tranquilos, los seres de otro planeta arribaron a la Tierra, la invadieron y la conquistaron sin necesidad de armas ni de combates.

El castillo
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“Angst (Selbstbildnis mit seiner Nichte Marianne)”, de Felix Nussbaum.

El señor del castillo vivía solo y, como sabía todo el mundo, nadie había traspuesto jamás el vallado que limitaba la propiedad.

Era una valla alta, de hierro admirablemente forjado, y daba a una extensa alameda bordeada de otros árboles. En medio de los álamos podían verse un área de césped, un estanque, una escalinata y la fachada principal del castillo, con sus ventanas amplias siempre cerradas de día, con sus cortinas negras siempre corridas de noche.

Unos inmensos árboles ocultaban las otras caras del castillo.

En cuanto al amo del lugar, de vez en cuando podía vérselo en la aldea, especialmente los martes. Hasta que, un buen día, no se lo vio más.

Entonces unos hombres entraron por vez primera en el castillo y hallaron al señor, exánime, muerto sin duda por causas naturales, yacente sobre un colchón que había extendido directamente en el suelo. El parquet estaba hecho de unas planchas desunidas, casi enmohecidas; tampoco los tabiques eran muy valiosos. El señor del castillo habitaba, en rigor, una casita de madera y alquitrán, diminuta y húmeda, recubierta apenas con un montón de viejas bolsas, cosidas unas con otras; una miserable conejera en un terreno fangoso, tras la fachada de un castillo.

Porque del castillo, en verdad, nadie había visto nada más que su fachada durante años: un decorado de yeso solemnemente plantado en el vasto parque.

(De “Cuentos glaciales”. Editorial La Compañía, Buenos Aires, 2010).


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