lundi 20 décembre 2010

"El editor", Esteban Bedoya


El editor.

Sonó el timbre a las seis en punto.

Esperaba con ansias al editor recomendado por K. Murray para publicar mi ensayo sobre la evolución de las comunidades marginales en Australia, obra construida a partir de un enjambre de símbolos que podrían ser digeridos solamente por un adicto a las excentricidades, o por alguien confiado en que el diálogo Sur–Sur, tuviese algún nicho de lectores cansados de la literatura de entretenimiento. Había explicado mis ideas a Murray con el desdén de quien desconfía de su propia obra, y si bien éste me respondía sonriendo, para mi sorpresa, algunos días más tarde me habló sobre el interés de un editor neocelandés, un maorí. Me dijo: Es muy ejecutivo, de lenguaje sencillo, sabe cual es su trabajo y nada lo distrae. Yo pensé… “Bien tonto debe ser para arriesgarse a publicar este testamento, un diccionario de estupideces, sandeces, aberraciones que durante tanto tiempo guardé en secreto”. Un rechazo a la vida que me tocó y una alabanza a la muerte.
Me cago en la muerte –Dije arrepentido, mientras intentaba adivinar la cara del empresario que había llegado-… Expeditivo, ejecutivo, sencillo, según Murray, entonces imaginé un campesino devorador de ovejas, haciendo turismo con gafas oscuras y camisa hawaiana…
El timbre sonó por tercera vez y finalmente logró arrancarme de mis pensamientos grises y del sillón de resortes vencidos. Me costó, no tenía el menor interés de hablar con nadie, y me arrepentí de haber acordado el encuentro. Así, de mal talante, arrastre mis pasos hasta la puerta de calle, decidido a desembarazarme del visitante, diciéndole que no “me interesa el negocio, que cambié de opinión, que pierde su tiempo con alguien que espera la muerte”… Con ese argumento, el maorí saldría corriendo.
Cuando abrí la puerta, me di cuenta que quien estaba allí, era alguien a quien estuve esperando desde hacía un buen tiempo, enmudecí y lo observé con respeto mientras el recuerdo de la sonrisa de Murray adquiría un sentido burlón.
El editor no habló, se limitó a saludarme inclinando la cabeza, y con la misma galantería me señaló un carruaje tirado por cuatro caballos negros, que parecían tener cuernos en lugar de orejas.

Esteban Bedoya
El editor.

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