jeudi 1 mai 2014

'' EL VIAJE DE AMOR DE ADELINA BONPLAND''', POR ALAIN COUTURIER

Alain Couturier Adelina Bonpland (II) Seducción y Terror Traducción del francés: Alain Couturier, María Luisa González, María de los Ángeles Ricote Prólogo La aventura de Adelina Bonpland en la América de los Libertadores, en busca de la libera-ción de su ilustre esposo Amado Bonpland, prisionero del dictador del Paraguay, fue narra-da en un libro que, debido a su propósito, dejó en la sombra muchos aspectos de su vida y en particular su origen familiar y social. Nacida en París en plena Revolución, de padre desconocido, lo único que se sabía era el nombre de su madre. Y, sobre ésta, no se tenía noticia alguna. Sin embargo, diversos indi-cios convergentes hacían pensar que Adelina era de alto abolengo. ¿No había dicho la em-peratriz Josefina, la esposa de Napoleón, que « la había conocido muy joven »? ¿No había señalado el conde Regnaud, cuando ella se encontraba en pleno proceso de separación con su esposo, « que conocía muy bien a su familia y que se preocupaba por ella »? ¿No retra-taban los testimonios de los que la habían conocido en América del Sur a una mujer bella, distinguida, inteligente, buena música, de exquisitos modales sociales? Un episodio desentonaba. En 1812, Amado Bonpland, entonces intendente de La Malmai-son, residencia de la emperatriz Josefina y de Napoleón, a las puertas de París, emprendió un viaje con Adelina para presentarla a su familia en La Rochelle. Viaje inútil, pues cada quien buscó una excusa para ausentarse. ¿Qué sabían los virtuosos burgueses de La Rochelle para cerrarle la puerta al hermano querido y a su acompañante? El padre desconocido, la madre evanescente, las enigmáticas raíces de Adelina: lacerantes misterios dejados en suspenso en un libro esencialmente dedicado a su odisea en las jóvenes repúblicas de la América equinoccial. De forma tal que, bajo el efecto de la insidiosa nostalgia que usualmente acompaña el final de la escritura de un libro, era fuerte la tentación de volver a aquel destino para remontar al pasado de Adelina más allá de su infancia, encontrar a su madre y su medio familiar y tratar de hallar la huella de su padre desconoci-do, para penetrar en un mundo en el que la dulzura de vivir de los últimos años del Antiguo Régimen iba a ser brutalmente reemplazada por el Terror revolucionario.   La investigación « Estos papeles, estos pergaminos dejados aquí desde hacía tiempo lo único que pedían era volver a vivir. Aquellos papeles no son papeles sino vidas de hombres » (Jules Michelet) Tal como en las investigaciones policiacas, basta un detalle insignificante en un banal « papel » para que todo empiece: un simple nombre al pie del acta de bautizo de Adeli-na, el de su padrino, el señor Duclos. Un nombre muy común y un domicilio — calle Faubourg-Poissonnière — poco prome-tedor, era suficiente para que aquella información pasara desapercibida en un primer momento. Pero la alquimia producida por la introducción de estas dos palabras en los motores de búsqueda de Internet es desconcertante: el Sr. Duclos, domiciliado en la ca-lle Faubourg-Poissonnière se llama en realidad Charles-Nicolás Duclos Dufresnoy. Se trata de un personaje muy conocido en el París de la época, en particular por haber sido propietario de una de las más bellas mansiones de la capital, en la calle mencionada. Era notario , pero no cualquier notario: era un riquísimo notario, hijo del director de la Hacienda Real de la región de Toulouse, que contaba con una clientela esencialmente aristocrática. Era también coleccionista de obras de arte y mecenas; protector, en parti-cular, del pintor Greuze. Se trataba, en fin, de un renombrado economista que había puesto su talento al servicio de la corte — hasta conseguir un préstamo de seis millones a favor del Rey por su condición de gerente de la Cámara de Notarios — antes de parti-cipar activamente en los trabajos de la Asamblea Constituyente cuando fue elegido di-putado suplente. Esto determinó su ruina, pues murió guillotinado. ¿Podía este notario, indudablemente íntimo de la madre de Adelina dado que lo había escogido como padrino de su hija, hablarnos de ella? Bastaba para ello consultar sus ar-chivos en « el registro de las minutas de los notarios parisinos », aquella inestimable co-lección de actas redactadas por los notarios de la capital desde el Antiguo Régimen, to-das preservadas y clasificadas en los Archivos Nacionales de París, donde se encuentran a la disposición de los investigadores y genealogistas. Fue así como, un buen día, apareció la primera acta notariada relativa a Ana Margarita Delahaye, la madre de Adelina, que llamaremos Ana Margarita de ahora en adelante: un simple contrato de alquiler de un apartamento en la calle de Cléry, en París, del año 1784, o sea siete años antes del nacimiento de Adelina. Otras actas, reveladoras de sor-presas, surgieron a continuación hasta 1794, año en el que el Dr. Duclos Dufresnoy fue guillotinado. El Dr. Robin se hizo cargo del bufete y Ana Margarita fue su cliente hasta 1808, fecha a partir de la cual utilizó los servicios del Dr. Riant, hasta que éste le redactara su testa-mento y, poco después, el acta de su sucesión. Gracias a estos tres notarios disponemos de una serie de documentos que constituyen otros tantos hitos en la vida de Ana Margarita durante un periodo de casi cuarenta años, entre 1784 y 1822. Pronto los datos recogidos en los archivos de estos notarios parisinos permitieron — al margen de sorprendentes hallazgos — obtener la partida de defunción de Ana Margari-ta, en la cual figuraba el lugar de su nacimiento: la ciudad de Toulouse. Ello motivó el inicio de otra investigación en esta dirección, paralelamente a la que se seguía en París. A medida que las dos pesquisas progresaban, los orígenes familiares y sociales de Ade-lina surgían de la nada, al menos por el lado materno. En cuanto al « padre desconocido », todo apuntaba a que seguiría siendo un enigma hasta que se produjera un milagro. En medio de las actas del Dr. Duclos Dufresnoy, en un simple contrato de compra de un inmueble, aparece un nombre anodino, que lleva a una pista y luego a una cuasi certidumbre. Él es el padre de Adelina. En medio de las sorpresas de la pesquisa - y no de las menores - están los notarios: se les considera generalmente como personajes burocráticos y a veces bonachones, pero en realidad se revelaron como prodigiosos “despertadores” y apasionantes cronistas de destinos individuales que hubiesen quedado sepultados para siempre, de no haber sido por ellos. Pero retomemos el hilo desde el inicio de una manera ordenada, fijando nuestro interés primero en la madre de Adelina, Ana Margarita.   Ana Margarita Cuando nació Ana Margarita, Toulouse era una ciudad de unos cuarenta mil habitantes. Urbe esencialmente rural, ubicada en medio de una rica región del sur oeste de Francia, era un verdadero granero del que nobles y burgueses locales sacaban lo esencial de sus ganan-cias y también una ciudad administrativa donde éstos se repartían los cargos del tribunal y de las distintas dependencias de la administración real. También, era una ciudad universita-ria que atraía unos mil estudiantes al año. Las artes no estaban por lo tanto abandonadas y florecían en varias academias entre las cuales la más importante era la Academia de los Juegos Florales, que, contrariamente a lo que su nombre parece insinuar, se consagraba a la defensa y la ilustración de las letras. Según los anales de la región, el verano del año 1756 fue particularmente seco y cálido en Toulouse, de modo que fue en la relativa frescura de la iglesia de San Esteban de esta ciu-dad donde Ana Margarita fue bautizada el cuatro de julio. Era la última de las cuatro hijas de la pareja Joseph Lahaye – Jacquette Cassaignol. Su padre, Joseph Lahaye, había nacido en 1708, en París, hijo de un empleado doméstico, quien al final de su vida trabajaba en casa del Sr. Chevillier, en la calle Beauregard, en la parroquia Notre-Dame de Bonne-Nouvelle. A los trece años Joseph dejó la capital para mudarse a Toulouse donde empezó, él también, el aprendizaje del oficio de doméstico. De-jando de lado un empleo temporal de portero del hospital de La Grave, alrededor del año 1754, no se le conoce otra profesión que no sea la de doméstico, de acuerdo a los distintos documentos encontrados. Se casó tardíamente, a los treinta y tres años, con María Naudy. El contrato de matrimonio nos indica que, en aquel momento, Joseph trabajaba « en casa del noble François Dailliez, escudero, señor de Mondonville y de Pierrelade, consejero en el Tribunal, domiciliado en Toulouse, en la parroquia de La Dalbade ». Todavía se puede ver, en los folletos turísticos de Toulouse, fotos del porche y de la entrada de la bella mansión de color ladrillo rosado donde Joseph Lahaye se desempeñaba como doméstico. Su esposa, María Naudy, apodada « la real » como su madre, tenía veintiséis años cuando se casó. Se desempeñaba también como empleada doméstica desde hacía dos meses en casa del caballero François Dailliez — el patrón de su futuro esposo —, después de haber servido en casa del barón Delantu y luego del presidente del tribunal, el Sr. Duquin. María Naudy murió en 1745, cuatro años después de su matrimonio, sin dejar familia, y seis meses después Joseph Lahaye volvía a casarse con Jacquette Cassaignol, de veintidós años, oriunda de Lille en Albigeois (hoy en día Lisle sur Tarn), quien posiblemente no sabía escribir, pues no firmó el acta. Según el contrato de matrimonio, trabajaba como doméstica en casa del Dr. Demurs, procurador, en la parroquia de San Esteban, y estaba alojada en casa del cura de Foucauld, en la calle Toulouzane. En el transcurso de los diez años siguientes la pareja tuvo cuatro hijas: Angélica (nacida en 1749), Juana Jacquette (1752), Juana Ana (1754) y la futura madre de Adelina, Ana Marga-rita (1756). Acerca de la juventud de Ana Margarita en Toulouse no sabemos nada, de modo que po-demos imaginar la vida común y corriente de una niña en una ciudad provinciana de Francia en los años 1760-1770, entre su madre, sus tres hermanas y su padre. Al final de su adolescencia Ana Margarita « sube » a París. Es en esta ciudad donde apare-cen sus primeras huellas. No se pudo encontrar ninguna información precisa que explicara las circunstancias de este cambio de residencia que iba a trastornar su vida. De hecho, la primera huella irrefutable que se refiere a ella data de 1784, cuando firma en el bufete de un notario parisino el contrato de alquiler de un apartamento en la calle de Cléry. Tiene enton-ces veintiocho años, pero el contrato indica que vivía hasta ese momento en la calle de la Chaussée-d’Antin. ¿Desde cuándo vivía ella en París? No se sabe con precisión. Sin em-bargo, como tenemos información de que todavía vivía en Toulouse en 1777, se puede infe-rir que su instalación en París se sitúa alrededor de 1780. Tenía entonces veinticuatro años. Abrimos un paréntesis en relación con el año de 1777 arriba indicado. Al principio de este año, cuando estaba « domiciliada en casa de su madre en Toulouse », Ana Margarita intro-dujo una solicitud ante el procurador del Rey en esta ciudad para solicitar una rectificación de su partida de nacimiento. No se trataba de una corrección menor sino del cambio del nombre de su madre tal como estaba escrito en dicha partida, Bourrasol, por el nombre de su madre real, Cassaignol. La autoridad judicial confirmó que el vicario había cometido un error, que el nombre era exactamente Cassaignol y que el registro de los bautizos de la pa-rroquia de San Esteban debía ser corregido para indicar: « Ana Margarita es hija de Joseph Lahaye y de Jacquette Cassaignol, casados ». Curiosa situación la de aquella partida de nacimiento, firmada por un vicario y por testigos, que debe ser corregida veintiún años después de su inscripción en el registro y que ilustra la imprecisión que reinaba a veces en las actas del registro civil de la época. Es así, por ejem-plo, como en el mismo documento « Lahaye » se transforma en « Delahaye » y como la primera esposa de Joseph Lahaye, María Naudy, apodada « la real » pasa a llamarse « La-rrouial » en su acta de sepultura. * ¿Por qué razón y en cuales circunstancias Ana Margarita dejó Toulouse por la capital a los veinticuatro años? ¿Fue siguiendo la vía audaz de la joven provinciana que corta los cabos para buscar fortuna en París con una vaga recomendación obtenida por medio de su padre, corriendo el riesgo de empezar como « actriz»? ¿O la vía más juiciosa de una joven em-pleada doméstica que trabajaba para una familia de la nobleza o alta burguesía que vivía entre Toulouse y París? Cualquiera haya sido su ruta, encontró en París un ambiente muy particular que nació du-rante el reino de Louis XV y que alcanzó su apogeo en vísperas de la Revolución. Un buen historiador de aquel periodo, Olivier Blanc, lo hace revivir de una manera muy agradable y formidablemente documentada en varios de sus libros, entre los cuales encontramos Las libertinas, placer y libertad en la época de las luces. Era la época cuando la aristocracia de la corte y de la ciudad, así como la alta burguesía, se dedicaban ardua y abiertamente a lo que suele llamarse « el libertinaje ». Tomado en su sentido histórico, este término designa una manera de vivir en la que la búsqueda del placer era la gran preocupación y la conquista sucesiva o simultánea de parejas — a menudo casados — el principal quehacer. Las rela-ciones amorosas fuera del matrimonio se exponían audazmente y era motivo de prestigio tener amantes que se visitaban en la intimidad de su casa o se exhibían abiertamente en los numerosos salones de la ciudad o demás lugares públicos. En medio de este carrusel ocurría casualmente que el o la amante se convirtiera en la pareja de toda una vida. La libertad que estaba en los espíritus se expresaba también en los cuerpos. Fue sin duda la primera mani-festación de revolución sexual de los tiempos modernos. Fue en un sector de « esta sociedad narcisista y brillante » donde la joven provinciana de Toulouse hizo su debut cerca del año 1780, por caminos que nos son desconocidos, pero que la condujeron a buen término a juzgar por las actas notariadas de las que hablaremos más adelante. Ana Margarita no aparece en la abundante nomenclatura de Las libertinas establecida por Olivier Blanc, ni en ninguno de los compendios de souvenirs o Memorias que hemos con-sultado, ni tampoco en los informes de los policías de la época especializados en el espionaje del mundo de la galantería. La lectura del repertorio de Las libertinas que estos últimos habían registrado hizo nacer sin embargo unas esperanzas: « El Sr. Mauvienne, gentilhom-bre, gendarme de la Guardia Real, quien vive desde hace varios años con la señorita Dela-haye, acaba de comprar para ella muebles de los más bonitos… », o bien: « Vimos y escu-chamos en los jardines del Palacio Real al Sr. Nouet, consejero, quien invitaba a las señoritas Danosanges, Lavault, Saron, Saint-Martin y a la pequeña Delahaye a cenar en su casa de la Barrière Blanche, lo que ellas aceptaron». Esperanzas que se esfumaron rápidamente: aquellas jóvenes Delahaye vivían en París mucho antes de la llegada a esta ciudad de Ana Margarita. Si resulta imposible identificar a Ana Margarita dentro de aquella sociedad, es porque el mundo de las “libertinas” era vasto y diversificado; iba desde la mujer mantenida, de bajo nivel, que vivía en una habitación alquilada y que, debido al cambio frecuente de pareja, rozaba la frontera de la prostitución, hasta la alta aristócrata, riquísima, distinguida, culta, que habitaba una suntuosa mansión y practicaba un libertinaje muy elegante. De acuerdo a los elementos de información obtenidos, Ana Margarita, quien moriría en el pellejo de una rentista común y corriente, parece haber ocupado un rango promedio en la escala social de la galantería, sin que fuese posible conocer su debut. Ella fue una “libertina” — sin gran visibilidad ni brillo, parece ser — que se confundió en la masa. Pero todas las “libertinas”, a partir de un cierto nivel, tenían en común el haberse liberado de las obligaciones domésticas, así como de los prejuicios y convenciones sociales, en particular del matrimonio organizado por las familias en el Antiguo Régimen. Esta nueva especie de mujeres contaba con numerosas adeptas en París en aquella época. Muchas venían de una lejana provincia, llevadas por el deseo de aventura, por una cierta inocencia, y, si habían encontrado la forma de asegurar su independencia, lo que en realidad las distinguía de la vulgar mujer mantenida era, ante todo, el poder escoger a sus amantes. * 1784, pues. Muy exactamente el 24 de julio. Ese día Ana Margarita firma en el bufete del Dr. Duclos Dufresnoy un contrato con el Sr. Jacques Desmary, antiguo oficial de la casa real, mediante el cual este último le alquila « por tres, seis o nueve años un apartamento de seis habitaciones ubicado en el primer piso del Nº 66 de la calle de Cléry ». En el contrato se precisa que ella estaba domiciliada hasta la fecha en la « calle de la Chaussée-d’Antin, cerca de la iglesia de La Madeleine », dirección interesante ya que esta calle tenía entonces fama de albergar a muchas “libertinas”. En el edificio 66 de la calle de Cléry vivía también en aquellos años una célebre “libertina”, María Danneville, conocida como la Sra. de Saint-Brice, nos dice Olivier Blanc. « La Sra. de Saint-Brice fue arrestada cuatro veces durante la Revolución y fue objeto de numerosas denuncias e informes de la policía. Había nacido en Fontainebleau, en 1764, y vivió tanto en Versalles, en el entorno de María Antonieta y del Delfín, como en París, donde tenía su residencia principal en la calle de Cléry, Nº 66, un agradable edificio del actual barrio del Sentier, para entonces de los más elegantes. Habiéndose rehusado a emigrar, la Sra. de Saint-Brice recibió allí, incluso durante el Terror , no solamente a aristócratas de vieja cepa sino también a Convencionales [diputados], tal como el famoso Jean-Lambert Tallien . Era preciosa, probablemente una de las mujeres más bellas entre las que rodeaban a María An-tonieta, la cual, seducida por su encanto, había hecho lo necesario para mantenerla en su entorno. María Daneville era villana, de estirpe relativamente modesta, de modo que se decidió darle un nombre. Su matrimonio fue arreglado, cuando tenía apenas diez y seis años, con el viejo gentilhombre Charles-Louis Jorel de Saint-Brice… Bajo el Terror, un informe de Guérin, el jefe de la oficina de la policía del Comité de Salvación Pública, nos la retrata con exactitud: « tiene mucho ingenio, muchos modales y una extrema aptitud para todos los géneros de intriga. Posee mil maneras de tener éxito en este dominio, dado que, a todas estas ventajas naturales o adquiridas, se suma un físico muy agradable y un rostro particularmente encantador ». Apostamos a que este retrato podría aplicarse en cierta medi-da a Ana Margarita. « La Sra. de Saint-Brice tuvo, a pesar de los deberes de su cargo, suficiente tiempo libre como para disfrutar de los placeres del libertinaje. En la calle de Cléry, en París, era vecina de la Sra. Vigée Lebrun, y uno se pregunta por qué ésta nunca realizó un retrato de ella… En el mismo barrio del Sentier, en la parte alta del cual se extendían grandes jardines, vivía otra vecina, Catarina Worlée, esposa separada del Sr. Grand [banquero]… Esta rubia y diá-fana criatura era conocida en el mundo del libertinaje elegante»… He aquí, entonces, el entorno inmediato en el que vivía Ana Margarita en aquellos años. También tenía relaciones de alto nivel. Aquel contrato de alquiler del año 1784, el docu-mento más antiguo encontrado, fue suscrito ante el Dr. Charles-Nicolás Duclos Dufresnoy, futuro padrino de Adelina, guillotinado en 1794, un personaje influyente del que ya habla-mos anteriormente. Este último, por vía de su madre (Louise Regnaud) era pariente del conde Regnaud, lo que puede explicar la frase de Bonpland a sus familiares del año 1814 a propósito de Adelina: « el conde Regnaud que conoce bien a su familia se interesa en ella ». Estas relaciones que aparecieron al inicio de la investigación hacen suponer que ella tenía otras más del mismo orden en una sociedad donde todo el mundo se conocía. La firma de Ana Margarita al final de este primer contrato es muy curiosa: « a. m. delahaye de grandval boen de calsgon ». Resulta obvio que se trata de una mistificación, por no decir de una usurpación de título ficticio, resultante no de un pueril capricho, sino de una imperiosa necesidad de « nacimien-to ». Uno se imagina el cuidado puesto para inventar y ensamblar los elementos de un pa-tronímico alambicado de consonancias nobiliarias, mezclando lo cierto y lo falso, pero donde lo falso sería indetectable para no correr el riesgo de eventuales problemas con una familia de patronímico similar. De ahí esta invención de « boen de calsgon » incomprobable. El añadido de « Degrandval » aporta algo de credibilidad por su carácter conocido y generalizado. Coincidencia: cerca de la ciudad natal de la madre de Ana Margarita existe un castillo de nombre Degrandval que Ana Margarita necesariamente conoció y tal vez visitó, que podría ser el origen de este « hallazgo » para ennoblecer su apellido. Es dudoso que Ana Margarita sola haya podido forjar semejante apellido y sospechamos que el notario pudo haber participado en la materia. Manipulación de todas formas sin gran riesgo, ya que se trataba solamente de un simple contrato de alquiler. Hubiese sido distinto en el caso de un contrato de compra de bienes, puesto que la firmante habría corrido el riesgo de verse algún día privada de su propiedad, debido a la dificultad de probar que la Srta. Lahaye y la Srta. Delahaye de Grandval Boen de Calsgon eran la misma persona. Este apellido supuestamente prestigioso estaba destinado sin duda alguna, en la mente de Ana Margarita y de su notario — posiblemente un amigo íntimo, tal vez un ex amante —, a favorecer su inserción en el mundo al que aspiraba; un mundo donde la belleza, el encanto, el ingenio, la educación de una mujer podían ser, si fuera el caso, magnificados por un pa-tronímico prestigioso. Si bien es cierto que la belleza, el encanto y el ingenio son innatos, la educación — las diversas manifestaciones de la « buena educación » — se adquiere y se piensa inmediatamente en los efectos provechosos en este dominio de la educación recibida de unos padres que, debido a su profesión de domésticos, vivían en estrecha simbiosis con una familia de la alta sociedad. Por simple mimetismo los padres transmitían a su progeni-tura las llaves del comportamiento en un mundo que les era ajeno. Por cierto, la entrada a este mundo era también facilitada por la gran mezcolanza social del libertinaje parisino. Y la pregunta se plantea naturalmente: ¿De dónde sacaba Ana Margarita, a los veintiocho años, los recursos necesarios para el pago del alquiler de un apartamento de este tamaño, más una caballeriza para tres caballos, dos altillos y una habitación para el servicio en el cuarto piso, en aquel elegante barrio? Pregunta que se hace cada vez más apremiante a me-dida que aparecen otros contratos. * Dos años más tarde, el 29 de marzo de 1786, nuevamente en el bufete del Dr. Duclos Du-fresnoy, Ana Margarita firma el contrato de compra de una casa ubicada en el número 23 de la calle Caumartin, por la suma de 60.000 libras. Se trata en realidad de una pequeña mansión que incluía un patio de entrada, una planta baja, un entresuelo, un primero y un segundo piso, una buhardilla artesonada, así como un ala, del lado derecho de la construc-ción, de la misma altura que ésta, pero sin sótano. Todo esto construido sobre un terreno de cuarenta y siete tallas [aproximadamente 180 M2], comprado por los promotores a Charles Marin de Lahaye, quien había comprado aquel terreno y otros adyacentes al arzobispado de París en 1778. Los promotores habían hecho construir ocho casas sobre su lote de terreno, entre las cuales estaba la de Ana Margarita. Esta vez, no caben dudas. Ana Margarita no tenía los recursos financieros para comprar un bien de este precio y era evidente que alguien le había hecho este regalo. Llama la atención que una cláusula del contrato estipula que el precio de venta debe ser pagado, no a los ven-dedores, sino, a solicitud expresa de éstos, a Charles Marin de Lahaye (patronímico cuya homonimia no deja de sorprender). Este último (1736-1790) era un riquísimo oficial de la hacienda real, dueño entre otros bienes del famoso palacete Lambert en la isla Saint Louis, en el corazón de París. Sabiendo que la legislación de la época prohibía las donaciones entre concubinos, nos sentimos naturalmente inclinados a ver en este inusual medio de pago una forma de torcer la ley. Y, de hecho, en la apertura de la sucesión de Ana Margarita, en 1822, el mecanismo de la donación disfrazada apareció claramente. El primer documento encontrado en el inventario de los archivos de la difunta fue precisamente la copia de este famoso contrato « relativo a la venta a la difunta por François Marie Ménage de Pressigny y Jean Duclos de Belveder — este último en nombre personal y como mandatario de Louis Marie Saget — de una casa ubicada en París, en la calle Caumartin, número 23, por el precio de 60.000 libras, monto delegado por los vendedores al Sr. De Lahaye, quien estará encargado de pagar… [sigue el detalle del recorte del monto en tres porciones, las cuales deben ser pagadas a tres personas distintas]. En deducción del monto total la difunta ya pagó la suma de 29.776 libras correspondientes a las dos primeras porciones, tal como lo comprueba un recibo. En cuanto a la tercera porción, la difunta señorita Lahaye ya la pagó el 15 de septiembre de 1786, según recibo en anexo ». En otros términos, al cabo de este proceso Ana Margarita era propietaria de una casa cuyo precio había sido cancelado por Charles Marin de Lahaye, quien reconocía, mediante dos recibos entregados a Ana Margarita, que había sido reembolsado por ella. ¿Pero de dónde podría haber sacado ella semejante suma? Existe, pues, una presunción muy fundamentada de donación motivada por una relación entre Ana Margarita y Charles Marin de la Haye. Sin embargo, no se puede descartar que este último haya intervenido como simple testaferro por cuenta del verdadero financista, o sea del verdadero protector y amante. De ser así, ¿quién puede haber sido? En todo caso, aun suponiendo que Charles Marin de Lahaye haya sido el amante de Ana Margarita, parece excluido que pudiese haber sido el padre de la hija a la que ella dará a luz en mayo de 1791: primero porque la niña fue concebida en septiembre de 1790, casi en el momento en que él moría (diciembre), pero sobre todo porque existen presunciones de pa-ternidad mucho más creíbles relativas a otro hombre. * En efecto, dos años más tarde, Ana Margarita firma, el 5 de septiembre de 1788, en el bufe-te del Dr. Duclos Dufresnoy, un contrato de compra de otra casa en París, en el barrio de Auteuil. Era una casa más modesta que la anterior, comprada al Sr. Alexandre François Pagny, dueño del café del Palacio de Justicia, por el precio de 12.000 libras. Lo relevante en este contrato es que, por primera vez, una cláusula indica explícitamente que un tercero aporta el dinero. En el caso preciso se trata del Sr. Juan-Bautista Vandenyver, uno de los grandes banqueros de la capital, domiciliado en la calle Vivienne, que vol-veremos a encontrar más adelante. Él es firmante del contrato que dice: « El Sr. Vandenyver no solamente pagó las 12.000 libras al vendedor»… y sigue así: « Queda claramente convenido: 1) Que en el caso de que la señorita Delahaye falleciera sin haber pagado al Sr. Vandenyver o a sus herederos la suma de 12.000 libras pagada por el Sr. Vandenyver con motivo de la mencionada adquisición, la señorita Delahaye será considerada como adquiridora solamente del usufructo de dicha casa y sus dependencias y el Sr. Vandenyver o sus herederos adquiridores de la propiedad. 2) Que los espejos, muebles y adornos que podrían encontrarse en la casa el día del deceso pertenecerán al Sr. Vandenyver o a sus herederos». Dicho de otra manera, Ana Margarita podía disponer de la casa o de las rentas producidas por ésta hasta su muerte, pero no podía legarla a sus herederos. Esto de conformidad con la ley y probablemente con la práctica que regía las relaciones entre una “libertina” y su pro-tector. Ana Margarita nunca vivió en esta casa. En efecto, en junio de 1790, con motivo de otra firma de contrato, ella indica que vive en su casa de la calle Caumartin. La casa parece haber sido comprada únicamente para producir rentas bajo la forma de alquileres. Por otra parte, no aparece en el inventario de la sucesión de Ana Margarita en 1822. Tampoco se ha encontrado acta de venta alguna, lo que deja suponer que los herederos de Vandenyver re-cuperaron la propiedad de alguna forma. * Dos años más tarde, el 6 de julio de 1790, una vez más en el bufete del Dr. Duclos Dufres-noy, se firmó un convenio entre Ana Margarita y el Sr. Leduc, guarnicionero de la Reina y de la casa de Orléans, relativa a la compra de carrozas y arneses para caballos por la consi-derable suma de 15.000 libras. Es interesante observar que, según el documento, esta canti-dad debía ser pagada por un nuevo protector, el Sr. Caze de Méry, quien había firmado un pagaré con vencimiento en 1793. Debido a la incapacidad del Sr. Leduc para cobrar su acreencia, se firmó un nuevo convenio el 11 de agosto de 1795, el cual anulaba el anterior e indicaba: primero, que Ana Margarita reconocía haber recibido entregas de parte del Sr. Leduc por un monto de 15.000 libras; segundo que este último aceptaba que dicho monto le fuera pagado por el Sr. Caze de Méry; tercero que el Sr. Leduc descargaba a Ana Margarita de toda obligación. ¿El Sr. Caze de Méry había suplantado al Sr. Vandenyver en el corazón de Ana Margarita, o había lugar para los dos? Se pudo recoger muy pocas informaciones relativas al Sr. Caze de Méry. Lo único que se sabe es que forma parte de una vieja familia aristocrática, que era caballero y que murió el 1° de enero de 1830 en su domicilio, en el número 15 de la calle Caumartin. Era, pues, vecino de Ana Margarita cuando ella vivía en esta calle. * « Hay días de una gran calma en París, cuando no parece que estemos en guerra o en revo-lución », escribía un parisino de la época. Hasta se hacían niños, podría añadirse. En mayo de 1791, dos años después del inicio de la Revolución Francesa, teniendo treinta y cinco años, Ana Margarita da a luz a una niña a la cual da sus mismos nombres. El acta de bautizo indica « nacida de padre desconocido ». Unos treinta años más tarde esa niña tendrá una vida azarosa en América del Sur y una cierta celebridad bajo el nombre de « Madame Ade-lina Bonpland ». El padrino, como se sabe, es Charles-Nicolás Duclos Dufresnoy, el notario ante quien Ana Margarita firmó todos los contratos mencionados hasta ahora. Uno puede preguntarse cómo logró Ana Margarita hacerse íntima de él. ¿Habrá sido porque el padre de Charles-Nicolás Duclos Dufresnoy era director de la Hacienda Real de la región de Toulouse? ¿O porque fue su amante? Nadie puede contestar, pero lo cierto es que Ana Margarita se había vuelto, a los treinta y cinco años, una mujer acomodada, que había hecho latir el corazón de personajes importan-tes, que había obtenido de ellos su independencia financiera y que, además de sus amantes, poseía sólidos apoyos en la alta sociedad parisina. ¿No dirá más tarde la emperatriz Josefina, la esposa de Napoleón, hablando de la hija de Ana Margarita, « que la había conocido cuando era muy pequeña »? Por su lado, el conde Regnaud precisaba que « conocía muy bien a su familia y que se interesaba por ella ». Todos estos personajes conocidos por Ana Margarita, que se codeaban en los salones y los clubes parisinos, eran además solidarios frente al peligro que representaban los revolucio-narios radicales de estos años de demencia, quienes enviaban cada día al cadalso carretas enteras de condenados. El Dr. Duclos Dufresnoy, Juan-Bautista Vandenyver, el hijo de Charles Marin de la Haye, el conde Regnaud y otros más estuvieron, por una razón u otra, en la lista de los sospechosos. Un lugar es susceptible de haberlos reunido a todos para permitirles escapar de los espías y delatores: Croissy sur Seine, un lindo pueblo en un recodo del río Sena a las afueras de París. Era un lugar de refugio, al principio del Terror, para buen número de nobles o personajes amenazados por el Tribunal Revolucionario. Charles Marin de Lahaye poseía allí una casa de campo donde uno podía permanecer en un anonimato relativo. Josefina, la futura Emperatriz que todavía se llamaba la Sra. de Beauharnais, había alquilado allí una residencia a finales del año 1792 para esconderse. Ana Margarita, tal vez amenazada por su relación con Vandenyver, muy bien hubiera podido pasar una temporada en Croissy, lo que explicaría que Josefina « haya conocido a Adelina muy pequeña ». Durante este periodo de locura sangrienta — entre la proclamación de la República en 1792, y la muerte de Robespierre en 1794 —, dos de sus íntimos murieron decapitados con pocos días de intervalo: Juan-Bautista Vandenyver, el generoso banquero del que hablaremos más en detalle, y Charles-Nicolás Duclos Dufresnoy, su notario, su confidente, el padrino de su hija y, ciertamente, uno de los hombres que más contaron en su vida. A él debía su debut en el mundo parisino y contaba también con su complicidad, como cuando la hizo firmar un contrato de alquiler con aquella extravagante firma destinada a realzarla socialmente. Tal vez hasta haya sido su amante. De él el pintor Greuze nos dejó un retrato: un hombre distinguido y seductor, que permaneció soltero toda su vida. La muerte de Duclos Dufresnoy es particularmente injusta y absurda. Fue denunciado por un famoso revolucionario fanático, Héron — que volveremos a encontrar en el capítulo sobre Vandenyver — por haber ayudado financieramente a un emigrado. Un testigo de la época, Beaulieu, quien fue apresado mas no condenado, llevó un diario del año 1793, tal vez el peor año de la Revolución, en el cual relata los días de prisión pasados en compañía de Duclos Dufresnoy. Este último había comprado bienes a un abad de apellido de Bar-mont, los cuales pagó una parte en efectivo y otra mediante un pagaré. El abad decidió lue-go emigrar y, para tener dinero en efectivo, cedió el pagaré a un tercero, pagaré que fue pagado a su vencimiento por Duclos Dufresnoy. La acusación de ayuda financiera a un emigrado, asimilado a un enemigo de la patria, era sustentada sobre este episodio, es decir sobre nada, razón por la cual Duclos Dufresnoy, a pesar de estar encarcelado, se mostraba muy sereno. Estaba seguro de salir rápidamente a tal punto que el día de su comparecencia ante el tribunal había mandado preparar una cena en su domicilio para festejar con sus ami-gos su liberación. « Cuando subió al primer piso donde se encontraba la sala del tribunal nos dejó muy alegremente », dice Beaulieu. Y allí algo inconcebible se produjo: su abogado había terminado su defensa, sus amigos y domésticos presentes en la sala esperaban su libe-ración cuando « un fanático de apellido Antonelle se levanta y declama contra la aristocra-cia y las maniobras contrarrevolucionarias del acusado; un centenar de « sans culottes » aplauden con furia y los jurados, dóciles ejecutantes de la voluntad popular, envían a la muerte a aquel a quien media hora antes habían resuelto absolver. El desdichado Duclos Dufresnoy volvió al calabozo de la planta baja donde lo pusieron en el depósito de los con-denados. Fue allí donde se despidió de mí ». * Durante aquel periodo, Ana Margarita marca una pausa en la constitución de su patrimonio. Los tiempos son duros e inciertos, la hambruna y el frío en invierno cobran más víctimas que la guillotina y hay que asegurarse rentas para vivir. Ella compra acciones de la famosa caja de ahorros Lafarge para sí misma y para su hija y firma un contrato con el Sr. Vieupreux mediante el cual ella le presta, con garantía hipotecaria, la suma de 25.000 libras, por ocho años, a la tasa neta del 4%, para permitirle realizar una operación inmobiliaria. No se puede dejar de relacionar el nacimiento de la niña natural con los ingresos que recibió Ana Margarita para poder realizar estas operaciones financieras. Olivier Blanc escribe a este propósito: « Era la costumbre, en el caso de nacimiento fuera del matrimonio, que el hombre hiciera un gesto a favor de la madre, dotándola de una renta de por vida ». Después de la tormenta revolucionaria, al inicio de los años 1800, Ana Margarita consolida su patrimonio al adquirir un terreno de 500 m² contiguo a la casa que había comprado en 1788 en el barrio residencial de Auteuil. Por otra parte, compra en un remate una espaciosa casa con jardín en el nº 4 de la calle Blanchisseuses, en el barrio residencial de Chaillot, no lejos del río Sena, en la que viviría hasta su muerte. Deja su casa de la calle Caumartin y la alquila a un tercero. También compra, en 1806, para alquilarla, una pequeña casa en la calle de Villiers, cerca de Neuilly, la cual revenderá dos años más tarde por el mismo precio que la había comprado, 5.000 francos. Ningún protector aparece en estas transacciones. * 1806. Ana Margarita casa a su hija a los quince años y unos días y se puede imaginar que fue uno de los grandes momentos de su vida. Ella misma acababa de cumplir cincuenta años, la edad del balance. Viniendo de abajo, soltera siempre, había adquirido la libertad y la independencia financiera, pero a qué precio: muchos cálculos, a veces sórdidos, en pos de conquistas dudosas, complejas intrigas que conducían a relaciones sentimentales ambiguas y frágiles, una vida con sus momentos de brillo, pero vivida la mayor parte del tiempo a la sombra de un hombre rico y en un mundo en gran medida falso y desilusionante, hecho de apariencias; una vida reducida al periodo de la juventud con la perspectiva cercana del abandono y de la soledad. Es comprensible que ella haya deseado por encima de todo que su hija no siguiera la misma ruta, que no tuviera que pasar por lo que ella había pasado. De ahí el empeño en casarla lo antes posible, apenas alcanzó los quince años, con alguien que le aseguraría una existencia « normal » por el resto de su vida. El marido fue entonces escogido con cuidado: Francisco Boyer, de veintiocho años de edad, médico, cirujano del hospital de Les Invalides. Era un buen partido, nativo de Albi, una ciudad cercana a Toulouse, lo que hace suponer que las familias Lahaye y Boyer se conocían desde el sur de Francia. Por cierto la madre de Ana Margarita, Jacquette Cassaig-nol, era nativa de l’Isle sur Tarn (en aquella época Lille en Albigeois), una pequeña ciudad cerca de Albi. La otra hipótesis es que se hayan conocido en París, en el seno de la colonia de provincianos originarios de Toulouse que era numerosa. Esta misma colonia pudo haber sido también un apoyo para el debut de Ana Margarita en París. He aquí cuanto hizo por la estabilidad sentimental de la joven Adelina. Para asegurarle su autonomía financiera, Ana Margarita la dotó de una renta vitalicia de 1.200 francos al año. De esta unión nacieron dos niños: Alejandro, en 1809 - cuya existencia no pudimos confir-mar hasta realizar la presente investigación -, y Emma, en 1810. Muy pronto se hizo evi-dente que la pareja andaba mal, a tal punto que la recién casada se refugió en el convento de las hermanas de Saint Michel, en la calle Saint Jacques de París. Al salir de allí, en 1811, conoció a Amado Bonpland, célebre naturalista, quien desde su regreso de una expedición con Humboldt en América Latina se desempeñaba como intendente de la propiedad de la pareja imperial, La Malmaison. Dado que el divorcio era nuevamente imposible a partir de la Restauración, Adelina logró obtener la separación de cuerpos y de bienes y progresivamente llegó a ser considerada como « Madame Bonpland », aunque jamás pudo casarse con Amado. Después de la muerte de la Emperatriz y de la caída del imperio de Napoleón, Bonpland decidió, en 1816, regresar a América Latina y establecerse en Argentina, llevando con él a Adelina y a la hija de ésta, Emma. En 1821, fue hecho prisionero por el dictador del Para-guay y permaneció cerca de diez años en cautiverio. Fue entonces cuando « Madame Bon-pland » emprendió, desde Río de Janeiro, donde se había establecido con Emma, una ver-dadera cruzada por América del Sur para intentar obtener la liberación de su “marido”. En-tre 1822 y 1830 las aventuras de « Madame Bonpland » llenaron la crónica de las revistas de viajes y exploraciones. Volviendo a Ana Margarita, ella asistió al naufragio del matrimonio de su hija Adelina así como a su fuga con Bonpland a América del Sur en noviembre de 1816. Poco tiempo antes de zarpar desde el puerto de Le Hâvre con destino a Buenos Aires, recibió la visita de Ade-lina quien la había convencido de hipotecar su casa del número 23 de la calle Caumartin en garantía del pago de la renta vitalicia dada en dote el día de su matrimonio, tal como lo indica un acta de fecha 16 de octubre de 1816 firmada en el bufete del Dr. Riant. A su re-greso a Francia, en 1835, más de diez años después de la muerte de su madre, Adelina re-cuperaría la propiedad de aquella casa, la cual venderá al año siguiente « para pagar los gastos de la sucesión ». * Durante el periodo 1807-1820 la atractiva “libertina” se transforma progresivamente en una vieja dama. ¿Tiene todavía un protector? Nada permite afirmarlo. Administra sus bienes, lee, se reúne con su yerno y con Alejandro, su nieto, conversa con sus amigas, aprovecha los entretenimientos de París mientras puede, trata de curarse de las miserias de la edad y vive en compañía de sus dos domésticos. El tiempo pasa al compás de las sacudidas de la historia: el fin de la República, el nacimiento del Imperio de Napoleón, su gloria, su caída, la restauración de la monarquía; todo ello para regresar al punto de partida. Hacia el final una inquietud debía atormentarla: ¿dónde estaba Adelina, que hacía, por qué tan largo silencio? A los sesenta y cuatro años de edad, el 13 de julio de 1820, en « su cuarto clareado por dos ventanas » de su casa de la calle Blanchisseuses « cerca de la estación de bomberos de Chaillot », Ana Margarita dictó su testamento a su notario, el Dr. Riant, en presencia de dos testigos, Brutus Laurent Mora y César Bretin, libreros; testamento seguido al año por un codicilo. La lectura de estos dos documentos hace presumir que las relaciones entre madre e hija no eran de las mejores. Si bien es cierto que Ana Margarita no podía desheredar a su hija Adelina — quien vivía en América del Sur y no había dado señales de vida desde hacía cuatro años — porque ésta tenía derecho a la « reserva hereditaria » prevista por la ley, tampoco la favorece: le deja el mínimo legal. Designa a sus nietos, Alejandro y Emma, como sus legatarios universales — esto confirmando lo que era una simple hipótesis hasta este momento, es decir, que Adelina había dado a luz a un varón antes que a Emma — y, por otra parte, nombra albacea a su abogado, el Dr. Nizon. Decide también hacer donaciones, en particular una de 12.000 francos a favor de su yerno Francisco Boyer, prueba de las buenas relaciones que existían entre los dos, y otras de menor importancia al Dr. Nizon, su albacea, y a dos amigas, la Sra. Beaumont y la Sra. Descanon, viuda de Laroche. A cada uno de sus domésticos, un hombre y una mujer, atribuye una renta vitalicia de 400 y 500 francos respectivamente. El activo neto después de estas donaciones, que se eleva a 70.000 francos, está compuesto principalmente de dos casas, una en la que vivía, en la calle Blanchisseuses y otra alquilada en la calle Caumartin. La firma de Ana Margarita al pie de su testamento revela mucho, aun para un novato en grafología: Un trazo tembloroso, declinante, de una gran sobriedad: « anne la haye ». Muy lejos del llamativo « a. m. delahaye de grandval boen de calsgon » de su juventud. Entre los dos la vida ha transcurrido y la radiante “libertina” se volvió una vieja dama tambaleante y depre-siva que se dispone a morir. Precisa ella que « quiere ser enterrada en una fosa particular » y, algo más sorprendente — ¿último capricho de una “libertina”? —, que su cuerpo « sea abierto en presencia de los cuatro cirujanos más antiguos de París ». * Ana Margarita muere en París el 2 de febrero de 1822, a los sesenta y seis años de edad, soltera, en su casa ubicada en el número 4 de la calle Blanchisseuses, acompañada por sus dos domésticos. En el inventario de su sucesión, realizado por el Dr. Riant, observamos en primer lugar la existencia de « un paquete de cartas de su hija fechadas antes del matrimonio de ésta », en 1806, lo que indica que madre e hija vivieron separadas durante un cierto periodo. Situación comprensible: una “libertina” debía necesariamente apartarse de los problemas hogareños y familiares y nos imaginamos que había puesto a su hija, hasta los quince años, al cuidado de una familia o en una institución educativa — de ahí la correspondencia — antes de casarla y permitir que en adelante el cónyuge asumiera la responsabilidad. Adelina recibió, sin duda, una buena educación durante su juventud. Todos los que la conocieron admiten su cultura y buenos modales en sociedad, además de incontestables dotes de pianista y arpista. Entre otros documentos encontrados están los certificados de sesenta acciones de la Caja Lafarge, en particular los a nombre de Adelina, cuyos dividendos no pudieron cobrarse por falta de « constancia de vida de la interesada », certificados de rentas vitalicias de la deuda pública, documentos relativos a la separación de cuerpos entre su hija y Francisco Boyer, el contrato de venta de la casa de la calle de Villiers, cerca de Neuilly, documentos relativos al nacimiento y deceso de familiares, cartas, notas e informaciones diversas. El inventario no evoca una vida de lujo, sino más bien la de una vieja dama acomodada que deja platería y vajillas dispares, viejos muebles, grabados, baratijas, ropa usada, un centenar de libros, entre los cuales algunos clásicos: vidas de santos, biografías de Luis XVI y de María Antonieta y dos best-seller de la época : Teodoro o el nuevo niño y El dentista de las damas; en el jardín, una carreta de cuatro ruedas y, en la caballeriza, « un caballo de pelo oscuro entre dos edades »; en la bodega, diez botellas de vino; en su cuarto, donde había dictado su testamento, « una chimenea de hierro fundido, dos hachones, un reloj de péndulo con cuadrante de esmalte blanco y, encima, dos pequeños amores (de firma Schmit, París), cuatro sillas, dos sillones de madera pintados en gris y tapizados de cuero, una cómoda de nogal cubierta de tela gris, un costurero de madera de rosa, un secreter de caoba de cuatro gavetas, un tocador de tres gavetas, cuatro cortinas de ventanas bordadas con una « L »… Con excepción de la « L » de Lahaye bordada en las cortinas y destinada a sugerir la idea de una estirpe noble, se trata de un inventario como el que se encontraría en casa de nume-rosas « rentistas » de la época que vivían confortable pero sobriamente al final de su vida, en medio de sus recuerdos. A propósito de la sucesión, cabe señalar que el yerno de Ana Margarita, Francisco Boyer, probablemente animado por el deseo de cuidar los intereses de su hijo, Alejandro, del que era tutor, hizo una sorprendente declaración fechada el 4 de junio de 1822 en el bufete del Dr. Riant, en la que afirmó, sin dar pruebas, que la hija de la difunta « había muerto en las colonias » (sobre entendido, y la nieta Emma también) y que por lo tanto Alejandro « era el único heredero legatario universal ». Sin embargo, Adelina estaba bien viva. Por una extraña coincidencia, en el mismo momento en que su madre agonizaba en París, ella recibió, en Río de Janeiro, donde residía desde hacía poco tiempo después de haber dejado Argentina, la visita del cónsul de Francia que venía a anunciarle el secuestro de su esposo, Amado Bonpland, por el dictador del Para-guay. Fue el punto de partida del famoso viaje que ella emprendió para obtener su libera-ción, viaje que la hizo célebre antes de que volviera a caer en el olvido. Regresó a Francia en 1835 y murió en 1871, sola y en el anonimato, en un pequeño pueblo de la región de Sologne, Cellettes, sin que nadie sepa nada acerca de los últimos cuarenta años de su vida.   Juan-Bautista Vandenyer Cuando llegó a París desde su Holanda natal en 1752, a los veintiséis años, Juan-Bautista Vandenyver estaba lejos de imaginar lo que le esperaba. Sin embargo tuvo un buen co-mienzo: adinerado gracias a su familia y nacionalizado ciudadano francés, fundó años más tarde su propio banco después de haber contraído matrimonio con una joven de la burgues-ía parisina, Mariana Ana Carlota Pignard. De esta unión nacieron una niña, Ana Francisca y dos varones: Edmé Juan-Bautista y Antonio Augusto. En 1761, a los treinta y cinco años, Juan-Bautista Vandenyver fundó con su hermano me-nor, Guillermo, el banco « Vandenyver hermanos y Cía. », que retomaba los negocios de otro banco, « Gaujon, Goossens y Cía. », en el que había hecho su debut como socio en 1756. La sede del mismo se encontraba en la calle Vivienne, cerca de la Bolsa de París. Desde el inicio fue evidente que quien dirigía el banco era Juan-Bautista; el hermano menor permanecía en la sombra como accionista. Unos años más tarde, cuando alcanzaron la ma-durez suficiente para ayudarlo, los dos hijos de Juan-Bautista se unieron a su padre. Muy rápidamente el banco tuvo una importancia relevante en el mercado. Los hermanos Vandenyver eran adinerados y el mayor, Juan-Bautista, se reveló como un excelente hombre de negocios. Gracias a sus competencias técnicas y a sus dotes en materia de relaciones públicas, numerosas puertas se abrieron ante él: las de la aristocracia, de la alta burguesía, de los financistas (en particular los " fermiers généraux", es decir, los recaudadores de im-puestos), de los sucesivos ministros de finanzas, de los ricos extranjeros domiciliados en París y de los inversionistas holandeses que percibían sus rentas en esa capital y que el banco colocaba en el mercado financiero por su cuenta. En su apogeo, la institución finan-ciera se convirtió en un conglomerado constituido por un banco de negocios y numerosos servicios anexos administrados por oficinas en distintos países extranjeros que se dedicaban a actividades tan diversas como el crédito, el cambio, la colocación de fondos públicos, las operaciones de bolsa y comercio internacional, la inversión en las grandes operaciones del armamento marítimo, de la industria y de los seguros. Juan-Bautista Vandenyver fue un hombre respetado y escuchado en el mundo de las finan-zas y de los negocios. Fue, en 1778 y luego entre 1789 y 1793, miembro de la junta admi-nistradora y accionista de la Caja de Descuento, precursora del Banco de Francia. Además, miembro de la junta administradora de la Compañía de las Indias y juez suplente del Tribu-nal de Comercio de París, y un gran inversionista en bienes raíces, poseedor de numerosos edificios y casas en los mejores barrios de la ciudad. No se le conoció ninguna actividad política, aunque su hijo mayor y su yermo fueron, du-rante un tiempo, miembros del Club de los Jacobinos . Durante los treinta años que transcurrieron entre 1760 y 1790 Juan-Bautista Vandenyver se convirtió en un hombre riquísimo, conocido y exitoso. Tenía unos sesenta años cuando se encontró con Ana Margarita. * Todo conduce a pensar que el encuentro tuvo lugar por mediación del notario Duclos Du-fresnoy, padrino de Adelina, persona de confianza de Ana Margarita. ¿Encuentro fortuito o arreglado? Nadie puede contestar. Lo que sí es cierto es que los dos hombres trabajaban en aquel periodo sobre el espinoso problema del rescate financiero de la Compañía de las In-dias y debían reunirse con frecuencia — facilitado por el hecho de que sus oficinas respec-tivas estaban ubicadas en la misma calle — y que fue en este contexto en el que Ana Mar-garita fue presentada a Juan-Bautista Vandenyver por Duclos Dufresnoy. ¿Había sido este último amante de Ana Margarita? Es posible, por no decir probable. Eso podría explicar que él siempre haya actuado para ayudarla, aun en circunstancias rocambolescas como con la invención de aquella firma prestigiosa para el alquiler de un apartamento en su debut. Debía haber mucha connivencia entre ambos, mucha confianza y reconocimiento de parte de Ana Margarita, puesto que lo había escogido como padrino de su hija. En pocas palabras, en 1787 Duclos Dufresnoy pasaba mucho tiempo con Juan-Bautista Vandenyver por el asunto de la Compañía de las Indias y, al año siguiente, éste ofrecía a Ana Margarita una casa en el hermoso barrio de Auteuil. Se conocen bien los detalles: se firmó un contrato en el bufete del Dr. Duclos Dufresnoy según el cual Juan-Bautista Van-denyver pagaba la casa cuya propietaria era Ana Margarita, y ella en realidad tenía única-mente el usufructo de la misma hasta que no hubiera reembolsado el precio a Vandenyver. En el caso de que ella falleciese antes del pago total, la casa pasaría a ser propiedad de Vandenyver o de sus herederos. * En 1791, dos acontecimientos importantes marcan la vida de Juan-Bautista Vandenyver. Por una parte se retira de los negocios y cede el banco a sus hijos, reservándose la adminis-tración del patrimonio de un solo cliente, la famosa Madame du Barry quien era usuaria del banco desde 1789. Por otra, Ana Margarita da a luz a una niña, cuya acta de bautizo indica « nacida de padre desconocido ». Y la pregunta se plantea inmediatamente: ¿Era o no Juan-Bautista Vandenyver — protector y amante de Ana Margarita en 1788, cuando le compró la casa de Auteuil — el padre bio-lógico de la pequeña, la futura Adelina Bonpland? Para tratar de responder hay que fijarse en las fechas: la criatura nació en mayo de 1791, por lo tanto fue concebida en septiembre de 1790. Ahora bien, en junio 1790 otro protector, Caze de Méry, le ofrecía a Ana Margari-ta una carroza y arneses por un valor de 15.000 libras, sin que se supiera si ella había termi-nado su relación con Vandenyver o si mantenía lazos con los dos. La duda respecto a la paternidad estaría permitida, aún más si se recuerda que Caze de Méry intervino una se-gunda vez en 1795 para finiquitar la operación mencionada, prueba de que los lazos entre él y María Margarita continuaban. Pero, como lo veremos más adelante, Ana Margarita tenía sobre este tema una posición muy clara y firme. Lo que sí es cierto también, es que, poco después del nacimiento de la niña, Ana Margarita recibió dinero — no se sabe de quién — para realizar inversiones financieras en la Caja Lafarge y otorgar un préstamo a un inversionista en bienes raíces. Se sabe que Juan Bautista Vandenyver mantenía relaciones de negocios con Lafarge y que el contrato de préstamo fue firmado en el bufete de Duclos Dufresnoy, pero esto no constituye una prueba de que él haya sido el benefactor de Ana Margarita. En todo caso el padre, cualquiera que sea, desea-ba conservar el anonimato, pero había hecho lo necesario para dotar a Ana Margarita con rentas adicionales para cubrir los gastos de mantenimiento y educación de su hija. * A partir de ese momento la vida de Juan-Bautista Vandenyver dará un vuelco total. Se verá atrapado en los torbellinos de la historia por una curiosa coincidencia que lo vincularía a una celebridad, Madame du Barry, de quien era banquero desde hacía muy poco tiempo. Para entender lo que sigue es necesario recordar el contexto de los años 1792-94 en Francia. El gobierno revolucionario conducía en aquella época dos guerras simultáneamente: la primera para contener los intentos de invasión por parte de la coalición de monarquías eu-ropeas que buscaban acabar con la República francesa; la otra contra el alzamiento de los partidarios del Rey en varias provincias del país. Esta situación dramática exigía una medida excepcional: se creó un Tribunal Revolucionario en cada departamento de la república, exclusivamente encargado de perseguir, juzgar y castigar a los « enemigos de la Revolu-ción ». Tribunal de excepción, pues, al margen de las jurisdicciones ordinarias que conti-nuaban funcionando, de vocación eminentemente política y cuyas decisiones, tomadas de forma colegiada por magistrados y jurados, eran inapelables. Dada la naturaleza de los deli-tos juzgados solo tres decisiones eran posibles: exculpación, deportación o muerte. Estos tribunales hicieron reinar el Terror a partir de 1793. En París el Tribunal Revolucionario tenía su sede en el primer piso de la prisión de la Con-ciergerie, en la isla de San Luis, no lejos de la Plaza de la Revolución, hoy de la Concordia, donde se erguía la guillotina. Este tribunal, que funcionó de una manera cruel, implacable y muy a menudo injusta, no era otra cosa, en realidad, que el instrumento represivo del Co-mité de Seguridad General — la policía política del régimen — él mismo bajo la tutela de otro comité, el Comité de Salvación Pública, que ejercía el poder ejecutivo bajo el control de la Convención, la asamblea parlamentaria, la cual muy rápidamente fue desbordada por los acontecimientos y cuyos miembros vivían aterrorizados por las decisiones de los jueces que habían nombrado. * En este contexto aparece Madame du Barry. Última favorita del rey Luis XV [1710-1774], de muy baja estirpe pero ennoblecida para poder ser digna del rey, la condesa du Barry hab-ía tenido que dejar la corte de Versalles a la llegada de Luis XVI al trono en 1774 porque era mal vista por la nueva reina, María Antonieta. Tenía entonces treinta y un años. Después de una breve estadía en un convento obtuvo el acuerdo del Rey para instalarse en el palacete de Louveciennes, del que Luis XV le había dado el usufructo. Esta residencia campestre, ubicada en un gran parque que dominaba el río Sena entre Versalles y París, le encantaba. La joven pintora Luisa Elisabeth Vigée Lebrun, que fue su amiga y le hizo varios retratos la presenta así: « en 1786 fue cuando, por primera vez, fui a Louveciennes donde había pro-metido hacer un retrato de Madame du Barry; yo tenía mucha curiosidad por ver a aquella favorita de la que tanto había oído hablar. Madame du Barry podía tener entonces unos cuarenta y cinco años. Era alta, pero no demasiado; tenía el vientre algo abultado; el pecho abundante, pero bello. Su rostro era todavía encantador, sus rasgos armoniosos y atrayentes; su cabello era rubio ceniza y rizado como el de un niño; solo su tez empezaba a deteriorarse. Me recibió con mucha gracia y con una voz agradable; pero la sentí más natural en el espíritu que en los modales; además de que su mirada era la de una coqueta, dado que sus ojos oblongos nunca estaban totalmente abiertos, su pronunciación tenía algo infantil que no se adecuaba a su edad ». Habiendo sido autorizada a conservar sus bienes personales y sus rentas vitalicias constitui-das cuando era favorita, vivía agradablemente en Louveciennes desde hacía unos veinte años, al lado del hombre con el que había decidido compartir la última parte de su vida, el duque de Brissac, cuando un acontecimiento vino trastornar el curso de su existencia. En la noche del 10 al 11 de enero de 1791, mientras se encontraba en París en casa del du-que de Brissac, unos ladrones que venían de la capital se introdujeron en su palacete y ro-baron diamantes y joyas de un valor considerable. La noticia se propagó a la velocidad del relámpago y, lo que en tiempos ordinarios no hubiese pasado de ser una simple anécdota mundana, se transformó de repente en el mundo revolucionario en un escándalo de propor-ción fenomenal: ¿cómo podía aquella antigua cortesana poseer tal fortuna? A partir de ese momento no se le dio tregua. Los ladrones fueron arrestados en Londres y Madame du Barry hizo entre febrero de 1791 y marzo de 1793 cuatro viajes a Inglaterra para tratar de recuperar sus joyas. Pero el juicio contra los ladrones se complicó y nunca pudo llegar a rescatarlas durante esos viajes, reali-zados en los peores momentos de la Revolución; asimismo cometió la imprudencia de re-unirse con emigrados y con políticos ingleses, en particular Pitt, y efectuó diversos pagos de dinero que no pasaron desapercibidos. Durante su estadía en el extranjero Juan-Bautista Vandenyver intercambió correspondencia con ella relativa a la administración de su fortuna y la ejecución de instrucciones de entrega de fondos a terceros que ella le había encomen-dado. En el transcurso del verano de 1793 un inglés que vivía en Francia y que era un revolucio-nario fanático, George Greive, fue encargado de reunir pruebas contra ella. Para ello orga-nizó un grupo de delatores en Louveciennes entre los que figuraba el personal al servicio de la dama, en particular su hombre de confianza, Salenave y su joven paje nativo de Bengala, Zamor. Acusada de emigración ilegal, de misión secreta y de inteligencia con el enemigo, Madame du Barry fue encarcelada el 22 de septiembre 1793 en la prisión de Sainte Pelagie en París. * Por su parte, Juan-Bautista Vandenyver conoció el calabozo poco antes que Madame du Barry y por otros motivos. A raíz de un decreto sobre los extranjeros en Francia fue arres-tado con sus dos hijos por primera vez el 1 de agosto de 1793. He aquí, a falta de retrato, su descripción según el registro de la cárcel de Sainte Pélagie: « Juan-Bautista Vandenyver: estatura cinco pies y un pulgar y medio [1,66 m.], cabello, cejas y barba oscuros, lleva pe-luca, ojos azules, rostro ovalado, barbilla redonda y prominente, frente descubierta ». Los tres hombres fueron liberados unos días después, pero el 7 de septiembre de 1793, a raíz de otro decreto relativo esta vez a los bienes de los enemigos de la Revolución y a los « manejadores de dinero », el hijo mayor, Edmé Juan-Bautista, fue llevado de nuevo a la cárcel. Diez días más tarde lo liberaron. Sin embargo, ése sería solo el principio del calvario de los Vandenyver. El 11 de octubre de 1793 el Comité de Seguridad General, la famosa policía política, (terror de los ciudadanos comunes y de los miembros de la Convención Nacional), ordenó el arres-to de toda la familia Vandenyver: el padre, la madre y los dos hijos fueron encarcelados en la prisión de La Force mientras se realizaba una pesquisa en su domicilio. Una semana más tarde entraba en escena un curioso personaje de apellido Héron, antiguo oficial de marina mercante devenido miembro del Comité de Seguridad General. Era un delator nato que vivía en un estado permanente de exaltación que rozaba la paranoia y que sentía odio hacia buen número de personas, en particular los banqueros. Inclusive, apro-vechándose de su papel en el Comité de Seguridad General, había denunciado y mandado a encarcelar a su propietario y a sus vecinos. Del mismo modo que Greive se ensañó con Madame du Barry, Héron se dedicó a perseguir con un celo enfermizo a los Vandenyver. Los dos perseguidores decidieron finalmente unir sus esfuerzos para que los juicios de Ma-dame du Barry y de los Vandenyver fuesen reunidos en uno solo ya que, aunque existieran motivos específicos de acusación para los Vandenyver, serían también acusados de haber financiado los crímenes contra la República cometidos por Madame du Barry. A su vez el yerno de Juan-Bautista Vandenyver, el Sr. Villeminot, que trabajaba también en el banco Vandenyver, fue considerado como sospechoso por Héron quién consiguió su en-carcelamiento en la prisión de La Force. Una pesquisa a su domicilio hizo aparecer cincuenta cartas, de las cuales treinta y cinco estaban escritas en holandés y dos en alemán, relativas a « asuntos de banca e inscripción en el Gran Libro de la Nación de capitales extranjeros invertidos en los fondos de Francia ». Tanto Villeminot como los Vandenyver protestaron y alegaron en vano su civismo. Después de tres semanas de encarcelamiento los Vandenyver recibieron la visita de dos delegados del Comité de Salvación Pública que vinieron a interrogarles, los señores Vou-lland y Jagot. Desde este momento se vio muy claro que las amenazas de acusación en su contra se enfocaban hacia dos asuntos: sus relaciones con Madame du Barry — y en parti-cular la ayuda financiera que le habían podido propiciar para llevar a cabo sus “maniobras anti revolucionarias en Inglaterra” —, y el asunto de La Habana que concernía únicamente a Vandenyver padre y en el que Héron estaba también implicado directamente. En cuanto al primer tema Juan-Bautista Vandenyver indicó que conocía a Madame du Ba-rry desde hacía tres años y que le había sido presentada por el Sr. Duruye, banquero de la corte real, que no deseaba proseguir con el manejo de sus negocios. Los dos investigadores insistieron mucho sobre los pagos a terceros realizados por el banco Vandenyver a solicitud de Madame du Barry durante sus viajes a Inglaterra. El otro asunto, el de La Habana, remontaba a 1784. En aquel entonces Héron había sido encargado por Calonne, Contralor General de las finanzas del Rey, de fletar una nave y de traer de vuelta de La Habana un millón de piastras, monto que correspondía al reembolso de un préstamo que el rey de Francia le había concedido al rey de España. El Tesoro español no tuvo la capacidad de pagar esta suma y Héron regresó con las manos vacías. Escribió entonces un virulento panfleto titulado « Complot de una bancarrota generalizada de Fran-cia y de España»… donde develaba una vasta conspiración destinada, a su entender, a pro-vocar el descalabro del sistema bancario europeo. También señalaba quiénes eran los orga-nizadores de esta operación, entre los cuales figuraban agiotistas y banqueros. De tal modo que, muy naturalmente, descargó su odio sobre estos últimos en su calidad de miembro del Comité de Seguridad General cuando la oportunidad se presentó. Sobre este particular Juan-Bautista Vandenyver se esforzó en demostrar, con gran lujo de detalles, que el supues-to complot de bancarrota señalado por Héron era pura fantasía. * Ésa no fue la opinión del Comité de Salvación Pública. El 1 de frimario del año II (21 de noviembre de 1793) decidió llevar ante el Tribunal Revolucionario a Madame du Barry y a los tres Vandenyver, el padre y los dos hijos. El acusador público [fiscal], el temible Fouquier Tinville quien decidía todo en el tribunal y quien, entre otros, había enviado unos meses antes a la reina María Antonieta a la guillotina, recibió inmediatamente el archivo procesal así como, unos días más tarde, las conclusiones del interrogatorio llevado por un juez del tribunal. Pronunció su requisitorio ante el Tribunal Revolucionario el 6 de diciembre de 1793. Usando su habitual retórica inquisidora y declamatoria, fustigó primero a « la amante del Sardanápalo moderno” (se refería a Luis XV) antes de volcarse al caso de los Vandenyver: …« Que resulta además de los documentos que la caja de los Vandenyver padre e hijos era un tesoro inagotable, y que aquellos agiotistas famosos vacían el oro por gran cantidad sobre los emigrados mediante la entrega de sumas inmensas a la du Barry, durante los viajes de aquella a Inglaterra; y que aquellos pérfidos extranjeros son los que habían transferido a Ámsterdam los diamantes de esta última para ser convertidos en numerario. Que bajo el estúpido pretexto de su juicio [el juicio en Londres para rescatar sus joyas] le dieron una carta de crédito de seis mil libras esterlinas, durante su viaje a Inglaterra, en 1791 ; que, con motivo de otro viaje, le dieron otra de dos mil libras esterlinas, una más en 1792 de cincuenta mil libras esterlinas y finalmente otra de un monto ilimitado; que además los Vandenyver entregaron doscientas mil libras a Rohan-Chabot, [partidario del Rey en la provincia de Vendée], de parte de la du Barry y otras doscientas mil libras al susodicho obispo de Rouen Larochefoucault [otro contra revolucionario]; que hay que señalar que este último préstamo fue realizado según instrucciones de la du Barry, durante su estadía en Londres y, que estas maniobras constatadas durante el juicio son demasiado burdas para que sea posible resistir a la persuasión íntima que nace naturalmente, según la cual estas sumas prodigiosas no tenían otro destino que los emigrados, los cuales estaban tan acostumbrados a estas estratagemas que se las repartían con la mayoría de los banqueros de París, lo cual nos causó tanto daño. Que ellos suministraron más fondos a la du Barry después de la ley contra los emigrados, a sabiendas de que ella estaba dentro de esta categoría ya que, por carta del mes de no-viembre de 1792, le aconsejaron regresar a Francia ya que, como decían en su carta, los decretos de la Convención Nacional eran « fulminantes » contra los sujetos ausentes, los cuales eran todos calificados de emigrados. Que, otra prueba irrefutable de que los Vandenyver siempre habían sido enemigos de Francia, a la que estaban apegados únicamente por interés, es el hecho de que fueron cómplices del abominable complot de 1782 entre el último de nuestros tiranos y el de Es-paña para provocar la bancarrota de las dos naciones y engullir la fortuna pública; que, a raíz de este infernal agiotaje, Vandenyver, Pierre Lalaune, Girardo, Haller, Le Coulteux y Antoine Pacot, muerto en 1786, se convirtieron en propietarios de un pagaré al portador, llamado cédula, de un millón de piastras, firmado por el rey de España y pagadero sobre su tesoro en La Habana (en el cual no había ni un sol), dicha cédula a la orden de los ban-queros Cabarrus y Laloune, negociantes en Madrid, el 7 de diciembre de 1792 y que, a raíz de una maniobra financiera que se puede calificar de bandolerismo desenfrenado mediante la cual realizaron una ganancia conocida solo de ellos mismos, uno se da cuenta que el execrable Galonné [Calonne] se volvió a su vez propietario de esta inscripción fantástica, la cual difuminó dentro del empréstito de las rentas vitalicias lanzado en el año 1783. Que, por fin, para dar el último toque a tantos tenebrosos crímenes, los Vandenyver, padre e hijos, son acusados de haber formado parte de los caballeros del puñal durante el día 10 de agosto y de haber disparado al pueblo ». Al día siguiente de este requisitorio el Tribunal Revolucionario dio su veredicto: Madame du Barry y los tres Vandenyver fueron considerados autores o cómplices de « maquinacio-nes de inteligencia con los enemigos del Estado y sus agentes, para incitarles a cometer hostilidades, indicarles los medios de emprenderlas y dirigirlas contra Francia, en particular mediante viajes al extranjero organizados bajo distintos pretextos, para reunirse con sus enemigos […] y proveerles, directamente o mediante sus agentes, socorros en dinero ». Como consecuencia el tribunal los condenó a la pena de muerte, ordenó el secuestro de sus bienes por la República y fijó el plazo y el lugar de su ejecución: a las veinticuatro horas, plaza de la Revolución, hoy Plaza de la Concordia. Al oír el veredicto Madame du Barry fue presa de un ataque de nervios y se desmayó. * Al día siguiente, 18 de frimario del año II de la República (8 de diciembre de 1793), tres carretas que trasportaban diez y ocho condenados salieron a las cuatro de la tarde de la prisión de la Conciergerie. Ya anochecía. El retraso se debía a Madame du Barry quien, en la mañana, había redactado la lista de todos los elementos de su fortuna, la cual se com-prometía a dar a la República, pensando así escapar al castigo; su solicitud ni siquiera fue examinada. La segunda carreta trasportaba a los tres Vandenyver y a Madame du Barry, así como a otros tres condenados. Según el relato de los testigos Madame du Barry, postrada, se puso a sollozar y gemir en la calle Saint Honoré a medida que se acercaba al lugar de la ejecución, mientras los Vandenyver la exhortaban a que rezara. A las cuatro y media las carretas llegaron al pie de la guillotina erguida en la Plaza de la Revolución. Los ocupantes de la primera carreta fueron decapitados uno tras otro. Llamaron entonces a los de la se-gunda carreta quienes se alinearon al pie de la escalera de madera. Madame du Barry, ves-tida de blanco, subió la escalera maculada de sangre gritando y debatiéndose, sujeta por el asistente del verdugo. Hubo que usar la fuerza para acostarla en la tabla. La cuchilla cayó y los gritos cesaron. A su vez los Vandenyver subieron los escalones uno tras otro, después de haber rezado y haberse abrazado. Juan-Bautista Vandenyver, que fue decapitado el primero, tenía sesenta y siete años y sus dos hijos, Edmé Juan-Bautista y Agustín, treinta y dos y veintinueve respectivamente. De-jaba una viuda que fue liberada nueve meses después, al mismo tiempo que su yerno Vi-lleminot y su hermano menor, Guillermo Vandenyver quien, aunque retirado de los negocios desde hacía mucho tiempo, también había sido acusado. * Juan-Bautista Vandenyver dejaba también a Ana Margarita, que para entonces tenía treinta y siete años, y a la hija de ésta de dos años y medio. Durante su detención él había recibido varias cartas de Ana Margarita según afirmó ella. ¿Para incitarle a reconocer su paternidad antes de que fuera demasiado tarde? Asumiendo que ése fuera el motivo de la correspon-dencia, es obvio que Juan-Bautista Vandenyver tenía otras prioridades: salvar su pellejo y el de sus hijos y no agravar, mediante la confesión de una infidelidad, la desgracia de su esposa prisionera por su culpa ; sin hablar del hecho de que podía tener dudas razonables en cuanto a su paternidad: la niña había sido concebida en 1790, periodo en el que Ana Marga-rita todavía se beneficiaba de los favores del Sr. Caze de Méry, situación que Vandenyver probablemente debía conocer, en un París donde todo se sabía. Y por encima de ello, él podía tener la conciencia tranquila: mediante la compra de la casa y las donaciones en efec-tivo que permitieron la compra de acciones de la caja Lafarge y una colocación financiera bajo forma de préstamo había proveído a Ana Margarita de los recursos necesarios para mantener a su hija, pero sin que ello pudiera legalmente ser considerado como un recono-cimiento implícito de paternidad. Juan-Bautista Vandenyver nunca reconoció su paternidad mientras vivió. Tampoco dejó algún reconocimiento póstumo. La historia hubiera podido terminar de este modo y el tema de la identidad del « padre desconocido » hubiese quedado para siempre en el dominio de los enigmas. Pero no fue así. * A veces la investigación histórica depende más de la suerte que del método y lo que sigue es una perfecta ilustración de ello. Durante la Revolución los tribunales revolucionarios que alimentaban las guillotinas dise-minadas por todo el territorio nacional no eran sino jurisdicciones de excepción al lado de las cuales, los tribunales civiles ordinarios seguían funcionando para zanjar, no cabezas, sino litigios entre particulares. El funcionamiento de estas instituciones judiciales ordinarias durante un periodo tan trastornado no podía dejar de llamar la atención de los investigado-res y fue así como un magistrado de la corte de casación, el Sr. Casenave, procedió a reali-zar el inventario de todos los juicios pronunciados por el Tribunal de la Seine [París], entre 1791 y 1800, antes de hacer un estudio exhaustivo de los mismos. Estábamos en aquel momento en 1869 y el Sr. Casenave disponía en su casa de la calle Bellechasse, en París, de un voluminoso archivo que contenía el resumen de todas las decisiones judiciales tomadas en esa ciudad durante el periodo revolucionario. Dos años más tarde, en 1871, todos los archivos del palacio de justicia de París desapare-cieron en un gran incendio causado por otra revolución, la de la Comuna de París. Feliz-mente quedaban los resúmenes del Sr. Casenave que fueron publicados mucho tiempo des-pués, en 1905, por otro magistrado de la corte de casación, el Sr. Douarche, quien los reci-bió de los herederos del Sr. Casenave. Entonces se produce la sorpresa. Entre todos estos juicios se encuentra uno, el de « la ciu-dadana Delahaye Degrandval contra la viuda Vandenyver ». Descubrimos en ese momento que, poco después de la muerte de Juan-Bautista Vandenyver, Ana Margarita, bajo el nom-bre de Delahaye Degrandval, había introducido ante el tribunal una acción de búsqueda de paternidad, dirigida no en contra de Juan-Bautista Vandenyver ya que había muerto, sino, como lo preveía la ley en este caso, contra los herederos, es decir, la viuda de Vandenyver y los hijos de su hija fallecida (que estuvo casada con Villeminot). Los otros herederos po-tenciales, los dos hijos Vandenyver, habían muerto junto a su padre como se sabe. El tribunal civil de París se pronunció el 20 de octubre de 1795. Le daba la razón a Ana Margarita: « el tribunal declara a Juan-Bautista Vandenyver padre de Anne Marguerite [la futura Adelina Bonpland], nacida el 12 de mayo de 1791, autoriza Anne Marguerite a que solicite la corrección de su acta de bautizo… y condena a la viuda Vandenyver a entregar a la ciudadana Grandval el tercio del monto que le hubiese correspondido a la menor si ella hubiese nacido en el matrimonio ». En aquel momento Ana Margarita y Adelina eran po-tencialmente muy ricas. Y el problema del « padre desconocido » estaba resuelto. Pero dos años más tarde, en 1797, se produjo un vuelco inesperado: el juicio fue anulado en apelación ; « dado que la ley del 12 de brumario del año II (2 de noviembre de 1793) prohíbe de esta fecha en adelante toda búsqueda de paternidad no reconocida; que Vande-nyver sobrevivió más de un mes a esta ley… que aun suponiendo que Vandenyver no haya tenido conocimiento de dicha ley debido a su encarcelamiento, dado que la ciudadana De-lahaye-Grandval no aporta ni prueba ni indicios razonables tendientes a establecer que su niña fuese hija natural del susodicho Vandenyver y que los hechos por ella articulados no dan prueba de que Vandenyver haya dado una asistencia continua al mantenimiento y a la educación de la niña a título de paternidad ; el tribunal desestima las demandas de la ciuda-dana Delahaye-Grandval ». * Y, de nuevo, se plantea la pregunta: ¿Es Juan-Bautista Vandenyver el padre de Adelina? Muchos elementos van en este sentido. Incontestablemente él fue protector y, por ende, amante de Ana Margarita en un periodo cercano al nacimiento de la niña y, aun asumiendo que hubiesen podido haber varios posibles padres, es a Vandenyver a quien ella había de-signado. Debía tener buenas razones para haberlo hecho, aun si no se puede descartar un motivo financiero ya que de todos los padres posibles ciertamente él era el más adinerado. Por otra parte, el primer juicio (1795) le daba razón a Ana Margarita: debía entonces existir argumentos muy concretos y fundamentados para que el tribunal haya fallado sin ambigüe-dad en este sentido. Pero estos argumentos no los conoceremos nunca: estaban en los archi-vos judiciales que fueron destruidos en el gran incendio de 1871 y el Sr. Casenave nos dejó solamente los resúmenes de los juicios, sin los considerandos. ¿Entonces por qué este cambio en la apelación? Allí también, debido a la destrucción de los archivos por el incendio, ignoramos las razones por las cuales los magistrados de segunda instancia desmintieron a sus colegas de primera instancia. No obstante, parece probable que hayan intervenido dos factores. Primero la calidad del defensor de los intereses de la viuda Vandenyver y del yerno Villeminot (tutor de los nietos menores de Juan-Bautista Vandeny-ver): el Dr. Bellart, un abogado brillante y temible cuya habilidad era legendaria, capaz de dar vuelta a las situaciones más comprometidas. Uno de sus colegas decía de él: « mediante filantropía y sutileza eleva a menudo al acusado más comprometido a la altura de un hombre honesto y envuelve a veces de una duda paralizante para el juez los hechos más evidentes ». Pero el factor explicativo más importante parece ser el cambio de legislación que intervino entre los dos juicios: al voltear la carga de la prueba la nueva ley volvía mucho más difícil, e imposible en ciertos casos, la obtención del reconocimiento de paternidad. En este caso preciso, durante el primer juicio todas las facilidades financieras, reales pero disimuladas, otorgadas por Juan-Bautista Vandenyver a Ana Margarita, fueron probablemente conside-radas como pruebas de una relación íntima entre estas dos personas y, por ende, como una presunción irrefutable de paternidad; pero estas perdieron valor en el marco de la nueva ley que solo tomaba en cuenta los pagos en dinero, concretos, continuos, oficiales y específi-camente asignados al mantenimiento y educación del menor. Las liberalidades de Vande-nyver para con Ana Margarita eran demasiado generales y encubiertas para poder ser rete-nidas como pruebas en su contra en el marco de la segunda ley. No existe hasta la fecha de hoy otra pista de paternidad que no sea la de Juan-Bautista Van-denyver.   Adelina, fruto del libertinaje ¿Conocía Adelina lo que sabemos ahora: la vida que su madre había llevado, la identidad de su padre biológico, que ella era fruto del libertinaje? Muy probablemente sí. Vio, adivinó y con la edad entendió el lado oscuro de la existencia de su madre, Ana Margarita. Y ésta no podía eludir ante Adelina el tema de la identidad de su padre biológico ya que el asunto de la paternidad de Juan-Bautista Vandenyver había sido puesto en la palestra pública por el juicio. Adelina conocía, pues, todo lo que supimos en el transcurso de la investigación, pero se esforzó en esconderlo a lo largo de su vida. Salvo a una persona: Bonpland, al que muy probablemente tuvo que decir la verdad, tal vez un poco edulcorada. Razón por la cual él mantuvo siempre el más completo hermetismo sobre el tema. Siendo un secreto tan pesado, no es imposible que él haya hecho una excep-ción y se hubiese confesado con su hermana Oliva, su confidente, que vivía en La Rochelle. Pero nada quedó por escrito, que se conozca. Sin embargo, para la época, el círculo en el que Adelina vivía en París debía saber, sino toda, por lo menos una parte de la realidad. En particular el conde Regnaud, eminencia gris de Napoleón, originario también de la región de La Rochelle y que conocía bien a la familia Bonpland. Pero lo que él admitía a título personal, es decir lo que se aceptaba en el París de ese momento donde el libertinaje era la regla, no se toleraba en la provincia; se entiende ahora mejor por qué la familia de Bonpland se había rehusado a recibir Adelina cuando viajó a La Rochelle. ¿Está un individuo condicionado por su medio familiar? Vasto tema que no se trata de abordar aquí pero que no se puede eludir totalmente. Un capítulo del libro « ¿Quién es us-ted, Adelina? » trataba de esbozar su retrato psicológico de acuerdo a las impresiones que había dejado en la mente de los que la habían conocido. ¿Debe retocarse este retrato a raíz de lo que descubrimos? Si Adelina sabía quién era su madre — una provinciana hija de domésticos convertida en una acomodada libertina parisina — y quién era su padre — un banquero guillotinado que había rehusado reconocer su paternidad —, si su infancia y su educación habían sido afectadas por ello, es legítimo interrogarse sobre las posibles conse-cuencias en su carácter, su personalidad, su manera de concebir la vida y, por ende, de vivir. Conociendo lo que conocemos ahora acerca de su medio familiar, nuestra percepción de ella se encuentra necesariamente modificada y, conscientemente o no, nos conduce a buscar en su conducta o su personalidad las marcas de lo que haya podido ser heredado, en particular del modelo materno. Lo primero que viene a la mente es la probable veracidad de su tendencia al libertinaje evo-cada de una manera recurrente por varios de los que la conocieron. Un diplomático inglés que vivó en Río en el mismo periodo que ella recorre a la palabra hussy para calificarla, término desusado según el diccionario que designa a una mujer de conducta inmoral, en particular en el dominio sexual, y cuyo equivalente en español sería una mezcla de « corte-sana », « zorra », « coqueta »; María Graham se refiere, no sin una cierta perfidia, a propó-sito de sus dificultades financieras en aquella ciudad, a los « gentlemen franceses e ingleses que tuvieron bondades para con ella ». Inclusive va más allá, acusándola de haber querido « suplantar a la Sra. de Castro », la favorita de Pedro I, el emperador de Brasil; su hija Em-ma, en una conmovedora carta dirigida a Bonpland cuando la separación de Adelina ya estaba consumada, evoca « las cosas que me chocaban y me asombraban » a las cuales había estado expuesta y la tendencia de su madre a querer « deshacerse de mí a toda costa » así como de su reputación « salpicada ». ¿Cómo no reconocer en estos testimonios los estigmas de una herencia libertina, de un modelo reproducido inconscientemente cuando las circuns-tancias lo permitían (la separación forzada de Bonpland) y la necesidad (de dinero, de apo-yo) lo requería? Del mismo modo, una cierta sequía de corazón, de la que Emma se quejaba, se vuelve creí-ble. Es una actitud que se puede entender de parte de una persona que padeció la falta de cariño y de atención maternal y que, a temprana edad, fue dejada sola frente a la vida. De hecho, Adelina misma, reprodujo con Emma lo que había vivido: ausencia o insuficiencia de presencia afectiva de la madre, matrimonio forzado y convento. Circunstancias que forjan también un carácter fuerte, del que Bonpland hablaba. Pero esta insensibilidad y esta firmeza son muy relativas: Adelina no puede contener sus lágrimas cuando María Graham le rehúsa su apoyo. Se manifiesta frágil, humana. Así mismo se entiende mejor el término « intrigante » utilizado por María Graham, quien precisa que se trataba de pequeñas intrigas, de bajo nivel. No se vive impunemente, a tem-prana edad, en un medio donde la seducción, el coqueteo, el halago, la manipulación y el ardid son moneda corriente. Forzosamente queda algo, por ósmosis. La intriga al servicio de la ambición, la ambición como revancha contra la vida, la seducción como medio para alcanzar: ¿cómo no vincular esto con una cierta dificultad para vivir entre dos mundos, el de su madre y el de su padre: entre la vergüenza y la respetabilidad? El disimulo, la necesidad de esconder, se aclaran. Son inherentes a los orígenes turbios. Siempre hubo algo impenetrable alrededor de ella, y su origen social desconocido es un elemento de esta « indefinición ». Nos imaginamos a Adelina en el murmullo de un salón, yendo de un grupo a otro, encantadora, sonriente, cautivadora. Disimulando. La época se prestaba a ello, cuando la gran mezcla social producida por la Revolución borraba las fron-teras. Se disimulaba mucho: el origen de las riquezas, de las señales de prestigio, de las familias. Lo que sí es notable a este respecto es la aparente facilidad con la que Ana Margarita y lue-go Adelina se fundieron en « el mundo », la alta sociedad de la época, donde la educación — la buena educación vale decir — era una llave indispensable. ¿De dónde venía la educa-ción de Adelina, la distinción natural que se le conocía, sus talentos musicales, su conver-sación, su arte para establecer relaciones? De su madre — lo que no deja de sorprender obviamente —, ¿y de quién más? ¿Hubiese podido ser, por ejemplo, alumna en una institu-ción educativa como la que dirigía Madame Campan, la antigua dama de cámara de la reina María Antonieta, en Saint-Germain-en Laye, donde jóvenes muchachos y muchachas de la alta sociedad — el hijo y la hija de Josefina de Beauharnais, entre otros, — recibían una educación muy refinada? ¿Esto gracias a las relaciones que Ana Margarita hubiera podido hacerse en Croissy donde habría conocido a la futura emperatriz Josefina, a Madame Cam-pan y a otros miembros de la nobleza amenazados por el Terror revolucionario? ¿Qué hay de su relación con Bonpland? ¿Se explica mejor ahora el lazo que les unía? Antes de estar separados, él estuvo enamorado sin duda, pero ¿era reciproco? O bien ¿fue él un simple protector, semejante a los de su madre, Ana Margarita? Uno empieza a dudar antes de recobrar la sindéresis: no obscureceremos sin pruebas el panorama bajo el pretexto de que descubrimos una parentela de dudosa moralidad. Emma le había tomado un profundo afecto a Bonpland, a quien consideraba como un padre; por lo tanto apostamos a que Ade-lina, quién vivía en este cálido ambiente, pudo también haber conocido, por lo menos una vez en su vida y por pocos años, lo que las libertinas más convencidas soñaban: el amor simple, sin gloria y poco ostentoso, liberado de todos los perifollos que lo acompañan en el mundo del libertinaje mundano; un amor banal, sereno e irremplazable, hecho del apego derivado de la duración, de ternura nacida de la simple presencia, de comprensión y estima, del deseo de envejecer juntos. Hay que imaginar a Adelina feliz. ¿Y para terminar, qué decir de su « viaje »? ¿Aquella epopeya un poco surrealista a la que se lanzó, aquel vagabundeo trágico, aquel sueño loco detenido a mitad de camino, no será ello la búsqueda de la felicidad perdida? Entonces, ya que Adelina va a retornar al silencio, dejémosle el beneficio de la duda: aquel viaje, lo hizo por amor. Pero todas estas preguntas y las respuestas que suscitan no lograrán explicar lo esencial: un ser humano no se resume a su biografía ni a unos rasgos de carácter por más fundamentados que estén. Alrededor de cada uno hay un halo de misterio indescifrable e irreductible que la acumulación de hechos, por más firmes que sean, no contribuye en nada a disipar. Así que Adelina continuará suscitando alternativa o simultáneamente curiosidad, admiración, desprecio, compasión, irritación, duda, y muchos otros sentimientos contradictorios de modo que su imagen siempre resultará huidiza. Es normal: siendo un personaje de novela, su mundo es la inefabilidad. Y está bien así. Caracas – marzo de 2014

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