mardi 22 mai 2007

" Hueso y piel", Francisco Javier Sancho Más



Narrativa

HUESO Y PIEL Por Francisco Javier SANCHO MÁS Para culminar el homenaje de Carátula a Roa Bastos, Sancho Más escribió este relato como una carta al autor que le enseñó a leer la literatura latinoamericana, allá dondequiera que se encuentre. (A la memoria de Augusto Roa Bastos)
http://caratula.net/Archivo/N6-0605/secciones/narrativa%20-%20Javier%20Sancho%20Mas.htm

“Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte” Hijo de Hombre. Roa Bastos.
Permítanme que no me presente. Yo tengo nombre de esclavo. Vengo del pueblo de Iturbe del Manora. Soy guardia fronterizo. Quiero decir he sido. Ahora vivo retirado en las márgenes del río desde hace…no sé desde hace cuánto. Lo importante es que les tengo que contar algo deprisa.
El trabajo del guardafronteras la mayor parte del tiempo suele ser muy aburrido. En mi caso era un poco distinto. Me habían asignado una cámara fotográfica, y me pasé la vida haciéndole fotos a todo cuanto se movía de una parte a otra. Cuando lograba reunir una buena cantidad las mandaba en un sobre a Asunción. Allá las estudiaban buscando la prueba del tránsito de algún criminal o de un revolucionario.
En el puesto fronterizo, el cuarto de baño servía también para el revelado. Yo pasaba mucho tiempo en su interior casi a oscuras, tan sólo iluminado por una tímida luz roja cuando el agua revelaba la imagen de la litografía. Mis compañeros todavía se acordarán de cuando se desesperaban golpeando la puerta mientras ellos se iban de vientre y yo rezaba el padrenuestro en guaraní por cada imagen que emergía nítida del agua. No era fácil acertarle de lejos a un objetivo que se está moviendo. A cada sospechoso o sospechosa debía hacerle sendas fotos de frente y de espaldas. El tránsito no daba lugar a más que a tres o cuatro disparos. No podía fallar.
Nunca he ostentado ningún cargo ni rango. Hubiera sido difícil con mi nombre de esclavo. Pero cuando revelaba las fotos, el cuarto de baño era mi dominio y tenía la autoridad de no abrir la puerta bajo ningún concepto. De lo contrario, las pruebas gráficas quedarían inutilizadas. Si penetraba algo de luz blanca, el rostro de las personas de la imagen se hacía borroso, como a la vista de un miope. Poco a poco dejaban de existir.
A veces, los compañeros se enfermaban tanto que yo tenía que encargarme de todo: hacer las fotos, vigilar movimientos extraños, y revisar los documentos de alguien que iba o venía. Yo nunca me he enfermado, al menos hasta el punto de no poder trabajar. En mi familia todos hemos tenido una salud de hierro. En esos momentos en que me quedaba solo, ocurría algo extraño. Cuando estaba junto a los otros compañeros, el mundo me parecía más chico, sabía de memoria los metros de distancia entre una frontera y otra, pero si no había nadie alrededor, todo se difuminaba como en una fotografía al revés. La frontera era un gran espacio verde de nadie. A ratos, pasaban hombres y mujeres con reverencia, como pidiendo permiso a la selva. Muchas veces, de entre la arboleda, se venía el eco de uno que cruzaba delatándose con un padre nuestro también en guaraní. La soledad en el campo era inmensa. Nadie se lo puede imaginar. Así me encontraba en uno de esos días de 1966. Por la mañana había llegado el correo y me fijé que en varios sobres se leía “urgente y confidencial”. Acostumbraban a sellar así cualquier orden trivial, como la de no olvidar que ciertas piezas de caza requisadas a los furtivos, fueran enviadas de inmediato a la residencia del oficial al mando más cercano, a nombre de su esposa. Pero ese día dejé el correo para luego pues primero tenía que encargarme de la limpieza de todo el puesto.
En mitad de la faena, lo vi llegar. Caminaba con una maleta que le vencía de un lado. Llevaba chaqueta y corbata, y de lejos cualquiera hubiera dicho que era un hombre que volvía a su casa cansado del trabajo. No podía ser que, vestido así, viniera caminando de tan lejos. Se acercaba lentamente, mirando hacia abajo y poniéndose a tiro de cámara. Antes dije que el trabajo en la frontera suele ser aburrido porque casi nunca acontece nada. Cuando pasa, siempre le agarra a uno desprevenido. Entonces corrí a por la cámara. Tuve que armar el carrete, y con las prisas se me cayó al suelo en varias ocasiones. Por fin logré tenerlo listo. El hombre seguía ofreciéndose a mi objetivo. Hice dos disparos con la distancia entre foto y foto de unos pocos pasos. Si más tarde las hubiera visto una detrás de la otra de forma rápida, parecería que el hombre estaba atrapado en un movimiento constante de un solo paso. De lejos, era inconfundible su silueta guaraní. Su andar doblado hacia la tierra me era familiar. Por último, también su acento al saludarme tímidamente, sin alegría. Me entregó los papeles y se resaltaron, sobre el nombre, el lugar de su infancia y la fecha de nacimiento: Iturbe del Manora, 13 de Junio de 1917. Se me salió una expresión de sorpresa en guaraní. Después le dije mezclando los dos idiomas que yo había nacido en el mismo lugar, exactamente un día después que él. Ya era casualidad. Recibió la noticia con una sonrisa mustia como quien vuelve de visita a un pueblo convertido en fantasma. Entonces puse los ojos nuevamente sobre los apellidos y el nombre: Roa Bastos, Augusto. Empezaba a comprenderlo todo: su andar alicaído, su vestimenta, el correo urgente de la mañana…
Le miré a los ojos desde mi asiento. Tengo que decir que he visto a mucha gente irse para siempre del país, dejándolo todo, pero nunca vi una tristeza tan negra en los ojos. Era como si cargase en los párpados un saco de huesos y el resto de su cuerpo se estuviera preparando para una muerte de años. Hubo un instante de silencio sepulcral que yo respeté mientras le tuve delante. Después revisé sus papeles tratando de limitar mis preguntas, como si estuviera ante la imagen del Cristo agonizante de mi pueblo, la que tallara aquel escultor leproso que se fue a vivir a las afueras para que la gente no le viera el rostro deformado. Una imagen que costó que fuera bendecida por el obispo hasta que todo el pueblo se rebeló para que lo hiciera. Ese hombre que tenía ante mí se acordaría de él, del viejo leproso que construía guitarras, y de cuando en las tardes, desde las afueras se le oía tocando maravillosamente sin que nadie le viera. Los campesinos, las mujeres, los hombres del aserradero, se detenían en el camino de vuelta y, al oírle tocar, ya nadie pensaba en morirse.
Por intuición, volví a ver los sobres urgentes de la mañana. Se me ocurrió pensar que tenían alguna relación con ese hombre. Le dije que me esperara un momento. Fui a abrir una de las cartas. En efecto, se trataba de un mensaje que se refería exactamente a él. Se ordenaba ejecutar el mismo procedimiento que con otros individuos en ocasiones anteriores. Por un momento no supe qué hacer. Aquello estaba más allá de mis obligaciones. Conocía el procedimiento, aunque siempre preferí no saber nada. En el puesto se hallaban requisadas varias escopetas de los cazadores furtivos. En Asunción se solía practicar la política de invitar cortés y públicamente a salir del país sin mayores consecuencias a ciertos elementos subversivos. Quedaba así, la imagen pulcra del Supremo frente a la prensa internacional. Sin embargo, en las cartas que llegaban al puesto estaba escrita la verdad. Los peligros de la selva son muchos. Con una escopeta no reglamentaria, siempre el mismo guardia tenía orden de disparar desde algún arbusto separado del puesto antes de que esos elementos pudieran alcanzar el otro lado. Si llegaba a saberse la muerte de alguno, inmediatamente se culpaba a la imprudencia de cualquier cazador furtivo fácil de capturar, o a la fechoría de algún criminal de los que abundan por esas regiones. En ocasiones, el tiro provenía del otro lado: en la frontera los límites son como una fotografía mal revelada. Entre guardias de un país y militares de otro se disputaban el muerto y se repartían la recompensa cuando ésta llegaba. Mi general Stroessner tenía la franqueza de admitir su poder supremo, pero nunca reconoció en su haber ningún preso ni crimen político. Menos aún los del otro lado. En ausencia del guardia encomendado, la orden debía cumplirse por quien estuviera a cargo en el puesto.
Pero ese hombre era de mi pueblo y yo por entonces, me consideraba ya más un fotógrafo que un guarda fronterizo. Le había tomado tanto cariño a la tarea de hacer fotos que la frontera la tenía para mi como un campo de trabajo visual y artístico. Hubiera tenido la honradez de cambiar de oficio, pero a los que nacemos con nombre de esclavos nos es difícil vislumbrar opciones propias. Aunque la vida a veces regala ciertos momentos para ello.
Aquel hombre y yo casi no nos conocíamos. Sin embargo, lo sabíamos todo de nuestro pueblo en el Guairá: cada esquina; dónde apretaba más la resolana; el Cristo del leproso; la historia de la mujer prostituta que cuando la guerra del Chaco se hizo enfermera y por ese cambio de oficio, fue que todo el mundo empezó a referirse a ella como “la puta”. Los dos habíamos vivido lo mismo, también el Chaco. Yo fui soldado, él camillero. Eso lo supe después cuando me puse a leer, lento y con paciencia, cada uno de los libros que había escrito y recordé entonces todo.
Tengo nombre de esclavo, pero a ratos se me sale la libertad. Le enseñé de golpe el papel de su sentencia. Sin mudar el gesto apenas, me preguntó: “¿Y qué harás?”. Como yo no le decía nada, el prosiguió: “Te ruego al menos que me digas el lugar exacto donde me alcanzará el disparo.” Entonces, le conté lo que haría: “Esconderé la carta, la volveré a sellar y mañana, a la llegada del primer correo, la mezclaré con los otros sobres. Luego daré parte de que la orden llegó con un día de retraso”. Además estaba solo. No había testigos.
No sé si me creyó del todo, ni tampoco si, mientras recogía su maleta y se marchaba, tembló en algún momento al oír a sus espaldas un clic. Él ya era nuestro sacrificado. Su exilio fue para entregarnos la tierra. Yo me había criado usando el guaraní de mis antepasados, a veces, con algo de pena delante de las autoridades. Durante toda mi vida y sin saber por qué, había trabajado de sol a sol; había ido a luchar por una causa en el Chaco que nadie entendía; sin saber por qué, había matado por un petróleo que no era verdad, por un futuro que no era verdad. Sin saber por qué. Pero a él, nuestro sacrificado, nuestro señor de los exilios, lo enviamos a traer a nuestros muertos allá donde se encontraran, en las regiones de las que no regresa un hombre vivo. Y nos devolvió la lengua vernácula convertida en milagro, envuelta en un papel de regalo venido de lejos, como si hubiéramos servido a una hermosa princesa indígena que nuestros ojos no hubieran podido admirar, ocultos como estaban tras un velo negro. Alguien dijo que nos había enseñado a mirarnos las manos sin sentir vergüenza por tenerlas sucias.
Cuando en 1989 le permitieron volver, después de que por fin una flaca democracia expulsara al tiranosaurio de Stroessner, vino sonriendo pero con la certeza de quien se ha labrado su féretro durante años. Así que cuando al final se supo que ya anciano y solo, una asistenta le estaba drogando para desvalijarle poco a poco, eso no fue más que el último capítulo de una muerte más antigua. Al menos, tuvo el privilegio de descansar sus huesos y su piel en el Paraguay como gran tumba. El país del largo sacrifico, comido, estrujado, olvidado entre los grandes subcontinentes de alrededor y en los que se desparrama el éxodo de los paraguayos. Roa también se había exiliado en la Argentina. Allá se publicó Hijo de Hombre , la mejor de sus novelas, donde hablaba de nuestro pueblo fugitivo, cruzado por una historia que parecen haber labrado con saña las constelaciones. Después leímos El fiscal , y Yo el Supremo , ésta sobre el otro dictador antiguo, Gaspar Francia, el que le dio al Paraguay la independencia, y también la sangre. El año que nos vimos en la frontera, él escribió El Baldío , que es el mejor cuento del mundo: un hombre que acaba de arrastrar a un muerto hasta un basural y recoge a un niño gimiendo, abandonado allí mismo. Nadie sabe por qué ocurre ni quiénes son los verdaderos protagonistas. Así es la historia de nuestro pueblo: depositar muertos que luego dan a luz. Nunca se nos ha dejado ser con nuestros ríos y nuestras selvas. Siempre hemos sido el experimento del reino de Dios cercenado por Roma, la tierra donde los esclavistas portugueses cazaban guaraníes. En nuestra sangre siguen huyendo unos de otros. Roa también estuvo en la Argentina, sí, como los miles de paraguayos en ese emigración de sur a sur que no se cuenta, que es aún más dolorosa por silenciada, la de la gente de unos países pobres a sus vecinos un poco menos pobres. Huyendo, siempre huyendo. El exilio le llevó también a Francia, como a nuestra misma historia. Después le otorgaron el premio mayor de la lengua castellana, a pesar de haberla entrelazado con el guaraní. Qué extraña es la vida.
Y más exilios, más luchas, más premios. Pero la muerte lo acompañaba de lejos y era por todos nosotros, no me cabe duda. Algunos pensarán que exagero. Ahora que ya de esclavo sólo conservo el nombre, quise contar esto deprisa, sin miedo, aunque sí con un presentimiento. Los guaraníes creemos que nuestros años se hallan escritos en las piedras de los ríos. Cuando lo tuve delante descubrí que yo había nacido un día después que él. Ahora que Roa Bastos ha terminado de morir a este mundo, escribo justo al día siguiente, previendo que me arrastre a contravida como si lo hubiera hecho también al nacer. A él que nos dotó de una voz más alta repleta de ecos, yo quise devolverle estas palabras antes de que nos encontremos una vez más en otra frontera.
Yo soy el que le hizo la foto por detrás, la que se conserva de su último exilio, donde se le ve de espaldas, llevando en su maleta las voces ocultas y cercenadas de los nuestros, para enviárnoslas luego con el fin de que nos hiciéramos nuevamente sus dueños. Es la foto en la que se va caminando hueso y piel, doblado hacia la tierra.
Barcelona. Mayo 2005

Aucun commentaire: