mardi 22 mai 2007

"En la yema de tus dedos hasta la muerte", Carolina Orlando, cuento sacado de "Memorias de un escritor", (sin editar)


En la yema de tus dedos hasta la muerte



Con el pago de este trabajo podría comprarme los zapatos. Pero, para juntar el dinero que necesito, tendría que encontrarla sin que me vean los muchachos. Eso de repartir la paga no conviene, no alcanza.

¿Cuál es la cosa más fuerte del mundo? ¿Será el río? No. Al agua del río se la llevan las nubes. ¿Será el viento, entonces, que arrastra las nubes? No. Puedo encerrar el viento en mis pulmones. Mi cuerpo es más fuerte que el viento. Pero no soy fuerte cuando tengo miedo. ¿El miedo? Ha de ser el miedo. El vino apaga el miedo, dijo un viejo. El sueño que da el vino, dijo ña Rufina. Ella no quiso revelarme qué es más fuerte que el sueño. Soy muy chico, dice. Cuando vaya a lo de Paino, vamos a hablar sobre eso. Él debe tener la respuesta. El tío, por obispo, debe tener todas las respuestas. Él no pensará que soy chico. Los dos somos hombres y vamos a entendernos. Cuando me vea con los zapatos nuevos, no va a decir que soy chico. Cómo crecen estos muchachos, va a decir.

Si no presto atención, no la voy a encontrar.
Los mellizos siempre la encuentran porque saben enfocar los ojos en una sola cosa. Yo no puedo. Tengo la cabeza llena de ideas, de historias inconclusas. Papá dice que son los cuentos de ña Rufina. Me quedan dando vueltas. No los puedo olvidar. Y además, ¿por qué tendría que olvidarlos? Prefiero olvidar los castigos de papá. Pero quizás no pueda. Ahora, será mejor mirar atento el río. Pronto aparecerán los muchachos.
El lecho está más fangoso. Los dedos de mis pies se entierran como destinados. Ha de ser por el ganado. Muchas balsas están pasando. Muchos caballos. Eso afloja el fango. No lo deja decantar. Pero hace bien el frío. Allá abajo está el frío. No tengo que dejar que el sol me seque. Si los muchachos me vieran, se armaría una pelea. A los mellizos le resulta fácil encontrarla. Tienen un pacto con el diablo esos dos. Parece que se la pone en el paso. Tampoco es justo que siempre la encuentren ellos. Es plata tirada. Yo la necesito para un par de zapatos. Tengo que pisar Asunción con zapatos. Mis pies desnudos quedarán en Iturbe, aquí, en este fango que los atrapa como si fueran raíces. Como si mi destino fuera quedar plantado en el río.
Cuando hundo mis manos en el lodo, la piel se confunde con el río y mi cara es la del río. Ese reflejo soy yo. Pero si parece que tengo miedo. Mi cuerpo es una isla que se mueve, que transporta el reflejo de una cara que podría ser su luna, o un Dios que la mira, o un gigante que espera salir del agua. Eso parece mi cara. Pero no soy una isla, ni mi cara podría ser Dios. Soy yo, buscándola.
Cuánto pesa mover los pies... Es distinto cuando nos bañamos. Bueno, era distinto hasta que el mellizo la encontró, ahora jugamos con más cuidado. No se merece que la pisen. Si la hubiese pisado, al menos, ya tendría mis zapatos. El otro día, el colorado tenía unos nuevísimos. Pero a ese se los compraron. El padre está trenzado con el capataz del ingenio. Todos dicen que le esconde cosas. Mujeres, por ejemplo. El padre del colorado la va a encontrar antes que yo, pero de otro modo.

El sol ya no ilumina con tanta fuerza, comenzó a caer despacio. Es la hora de los cuentos. Sería mejor estar en casa, escuchándolos. Pero ahora se me escapan los cuentos. Necesito los zapatos. Mamá me lleva a otros mundos, dice. Y yo cada vez más encastrado en el río. Pero qué lindos son esos mundos. Tienen música. Cómo quisiera estar escuchando esa música. Todo es río, acá, mientras la busco. Encontrarla significaría mi par de zapatos para ir a la casa de Paíno. Pisar Asunción con zapatos nuevos. Pero todavía no los tengo. No es fácil encontrar señales cuando se está alucinado por otros pensamientos. Basta. Afirmar mis ojos en el agua. También mis manos, mis pies, todo el cuerpo. Alcanzar los indicios con mis dedos. Aún así no la encuentro, ni un solo tropero. Escarbo el fondo con todas mis uñas. Se llenan de tierra empapada de río. Las raíces acarician mis piernas. Tampoco está en la orilla. Los renacuajos se chocan entre sí, son demasiados, y no ven. No se ven. Mueven sus colas y se impulsan hacia delante, hasta que chocan entre sí. Son miles. Los que crezcan, van a irse lejos. Como yo. Van a dejar de ver pasar el ganado. Otros se prenderán de las patas de los caballos y se secaran con el sol. Morirán viajando. Alejándose. ¿Yo también sentiré que muero si me alejo del río? Ña Rufina dice que un ser humano pasa por muchas muertes. En ese caso, será mi primera muerte. ¿Qué sentirán los renacuajos cuando mueren? Quemazón. Ellos también añorarán el río.

Tengo que encontrarla. Ya no puedo estirar más el tiempo.
Ella será mía, mía, mía. Con esa seguridad lo digo. Porque así de seguros aparentan ser los mellizos, y la encuentran. Será mejor si me paro firme. Tomar la postura de esos dos. Copiarles el tranco. No. Mis pies no están hundidos. En realidad, todo el fondo del río son mis pies. Así: pensar al revés: no pierdo mis pies en el río. Gano el río como parte de mis pies. Sí, la voy a encontrar. Si me vieran los muchachos... Parecés un mellizo, me dirían. Sacás el pecho como ellos, achicás los ojos para verla mejor. Por eso, concentración. Buscar las señales. No debería ignorar los bichos. Ellos pueden ser un indicio. Me pueden llevar hasta ella. Siempre hay bichos a su alrededor. Las moscas en el aire, los cuervos la esperan en los árboles, los renacuajos en el río. Voy a volver a la orilla. Ahí tiene que estar el entrerriano…
El padre del colorado se quedó con el caballo. Miriñay, le puso. Dice que así lo llamaba el tropero Acosta. Porque él asegura que es el caballo de Acosta, el entrerriano. Dice que lo conoce bien, del escondite, debe ser. Ahí se embriagan los troperos a la vuelta del viaje, cuando vuelven sin el ganado. Primero se ahogan en el vino, después van a parar al río.
… Ahí tiene que estar el entrerriano porque el agua se mueve nerviosa. Pero ya cuesta mucho caminar. Pesa arrastrarse. Mis pies están cansados de tanto pelear con el barro espeso. Ahí. A unos pasos. Donde están los renacuajos. Hay demasiados. Y están nerviosos, como si allí abajo pelearan por el alimento. Ahí tiene que estar el tropero Acosta. Avanzá firme que ya la encontrás. No pienses en los cuentos. Esa música. No te distraigas ahora. Hundí la mano. Esquivá los bichos. Achicá los ojos. Tanteá el fondo. Esos son los últimos gestos del entrerriano. La cara hinchada de vino y agua. No tiembles. Sacá la mano. Mirala bien. Esa sensación. Eso es ella. La encontraste. Nunca más te la quitarás de las yemas de los dedos. ¿Hay algo más fuerte en el mundo? Ya lo hablarás con Paíno. Mientras tanto, sonreí, te ganaste los zapatos.

Aucun commentaire: