lundi 3 novembre 2008

« “La hamaca paraguaya”: distancia, silencio, ausencia, esperanza”, Eric Courthès


« “La hamaca paraguaya”: distancia, silencio, ausencia, esperanza”


Eric Courthès
eroxa.courthes@orange.fr

Presentaré esta ponencia en el marco del seminario sobre América Latina de Maryse Renaud, en la MSHS de la Universidad de Poitiers, el 12 de diciembre de 2008, de las 10h30 a las 18h3O. Gracias por acudir numerosos a este evento.

“Siempre tuve la sensación de que el tiempo en el Paraguay es inmóvil, el tiempo de la fijeza, el tiempo petrificado, seco, vacío, fósil. Y que lo que se mueve en esa isla rodeada de tierra es la gente en incesantes peregrinaciones, en éxodos de nunca acabar”., Augusto Roa Bastos, El fiscal, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1993, p.66.



I) El balanceo de una hamaca en la lejanía

Lo que de antemano no deja de llamarle la atención al espectador de esta película tan rara, es el elemento central de casi todas las escenas: una hamaca paraguaya, bien ancha y larguísima, colgada de dos árboles, donde dos viejitos, Cándida y Ramón, están esperando en vano que se les vuelva el hijo Máximo, desaparecido en la cruenta y nunca olvidada Guerra del Chaco. Primero, porque Paz elije filmarla a unos veinte metros, lo que tendrá, sin que quepa la menor duda, un alto valor simbólico: su mirada es la de una joven paraguaya, de 32 años en el momento de la filmación. Podría ser la nieta de los dos famosos actores paraguayos, Georgina Reyes y Ramón del Río, pues los mira desde lejos, con cariño y pudor, como si fueran íconos de un tiempo ya desaparecido pero tan presente en las almas de los paraguayos de hoy. Es más, no se expone el dolor ajeno con sensacionalismo, se lo mira desde lejos con respeto, como muestra de una época muerta y re-sucitada a la vez. A través de esta película, la Guerra del Chaco viene a ser un fósil vivo, un celacanto que a ratos vuelve a salir de sus abismos, para enseñarle a la gente su actualidad y vigencia.
En su perpetuo balanceo, se oscila entre presente y pasado, dejándolos confundidos, la hamaca paraguaya parece ser un péndulo, él de Foucault podría ser, vacilando y cavilando entre dos y uno, entre movimiento e inmovilidad, entre dualidad y unidad. La de una pareja de ancianos, que se las pasan viviendo una soledad de a dos en compañía, pasando de peleas interminables y sin sentido al cariño más profundo. Ahí está el secreto del amor duradero, que es la única forma de resistir el pesar de la ausencia del ser más querido: “Nos tenemos uno al otro”, le susurra en la hamaca Cándida a Ramón, los dos bien pegaditos por los hombros, unidos en la desdicha, en su hamaca flotante entre dos tiempos, unos minutos antes del final.
Más allá de este aspecto de reserva de la joven realizadora paraguaya, de su pudor y respeto frente a la desdicha y a la intimidad de esta pareja, que le permite sugerir a Paz Encina, la distancia de las tomas, uno se sorprende escrutando el espacio, procurando adivinar el significado de los más mínimos gestos de los dos protagonistas: Cándida pelando mandioca o Ramón cebando el mate por ejemplo. De esta cotidianeidad elemental brotan varios significados, que se le imponen con fuerza al espectador, por ejemplo el Amor y la Muerte, que van cruzando toda la película, hasta que termine con ambas temáticas confundidas, y que el cielo por fin se abra para liberar a la lluvia, a la verdad también.





II) El silencio atronador de la fiesta de la muerte

En esta película tan extraña, que rompe con los habituales cánones del cine, no sólo la distancia y la profundidad de campo de las tomas impresiona sino también los silencios, por ejemplo cuando Ramón, al comienzo de la película, va al cañaveral a cortar caña, lo vemos de espaldas y durante unos dos o tres minutos, que parecen mucho más, sólo se escucha el crujir de sus pasos sobre la caña y el ruido del machete con el cual va sacando las hojas secas.
Y de repente, en este silencio atronador, más llamativo que cualquier discurso, que lo aspira al espectador en su espiral de múltiples sugestiones, surge la voz del hijo: “Buen día papá”, le dice, y así empieza uno de los numerosos diálogos in ausentia de la película. Luego el ánima del muerto, el anguera en guaraní, la del hijo Máximo, la visita a su mamá en el lavadero, y se experimenta el mismo proceso, la voz del hijo viene en off, se ve a la madre de espaldas, su voz también sale de afuera del escenario.
Se trata pues de un cine de la conciencia, parecido al de Wim Wenders en “Las alas del deseo” por ejemplo, no hay diálogos de verdad sino en la hamaca, y en este caso, como ya lo vimos, los dos personajes están tan lejos que no se les puede ver el movimiento de los labios.
Luego, cuando Ramón va a la casa del vecino, don Jacinto, y le pregunta por la guerra, se lo ve por primera vez de cerca pero de perfil, no sale ninguna voz de su boca sino de afuera, el vecino está dentro de su casa, tampoco se lo ve.
Por fin, cuando llega el cartero, también invisible, y le anuncia la muerte de Máximo a Cándida, ella está también de perfil, delante del horno, ni siquiera mira hacia él, su voz sale de afuera y se niega a admitir lo indiscutible, el fallecimiento de su hijo, de un tiro en el corazón.
¿Ahora bien, cómo podríamos interpretar todos estos diálogos truncos? Para mí, son el reflejo fílmico de la ausencia del hijo, lo mismo pasa con estos silencios interminables que los entrecortan, a lo largo de la película. Los dos personajes están instalados en un proceso de dolor intenso, del cual otra vez la realizadora no quiere dar una imagen sensacionalista sino pudorosa. El silencio y la ausencia van juntos, no se expone el sufrimiento ajeno, se lo sugiere mediante un silencio casi estresante y unos diálogos escalofriantes, por su naturalidad, de los padres con el muerto ausente.
Así es pues, son prosopopeyas, muy roabastosianas y paraguayas desde luego, aunque según la propia realizadora, la influencia de Rulfo fue también muy importante para ella. En efecto, como lo recuerda Ramón del Río en el muy sugestivo making of, citando al genio nacional Augusto Roa Bastos, “El Paraguay se enamoró del infortunio”.
De hecho, en este país tan desconocido como interesante desde varios ángulos, -desde la antropología a la lingüística pasando por una rica y original literatura-, la muerte está presente en cada esquina. Desde la dictadura del temible Doctor Francia y luego las atrocidades de la Guerra Grande, -después de la cual quedaron más muertos en los campos de batalla y los camposantos que vivos en la calle-, hasta hoy, cuando según la propia Paz, no se evacuaron esos traumas sino todo lo contrario, cada paraguayo pareciendo “andar llevando sus muertos a cuestas ”.
En realidad, y en ello cabría buscar explicaciones más profundas en la cultura guaraní , el Paraguay se siente y se vive como un país de la muerte, pero no de esa muerte mórbida que nos atormenta el alma a nosotros occidentales, sino una muerte casi festiva, por lo menos cotidiana, inscrita en el proceso diario de la vida. A estas alturas, símiles con otras civilizaciones de la muerte como las de Méjico, de Madagascar o de la China, e incluso con la tradición británica de Halloween, vendrían al caso. La muerte termina siendo una fiesta que ilumina la vida.
Por lo tanto, “Hamaca paraguaya” acaba siendo la metonimia de toda una cultura muy insular y especial basada en una confrontación natural y positiva con la muerte. Un espacio propio, rompiendo con el escenario vegetal que lo rodea, tal como el país de Roa Bastos, la famosa “isla de tierra sin mar” rompe con su entorno, histórico y geográfico, en el Paraguay como en la hamaca que lo contiene, no pasa nada igual que en otras partes. Podría pasarse uno horas demostrándolo pero estas reflexiones nos harían salir de nuestro principal cauce, dar a comprender una película tan extraña para el entendimiento occidental. Ningún silencio dura demasiado, ninguna alusión a la muerte es mórbida sino que se nos presenta, tal como la hamaca, como ícono de una cultura mestiza cuya idiosincrasia no tiene parangón en toda América Latina.
Volvamos pues a nuestro tema, esta película en realidad es silencio, sólo los gritos de las aves que anuncian la lluvia, -la cual nunca llega sino al final, coincidiendo con la noticia de la muerte del hijo-, y los escasos “diálogos”, -en realidad no lo son, dado que no hay intercomunicación y confrontación en el mismo espacio-, le dan su puntuación al silencio.

Los “diálogos” funcionan pues como coros fúnebres, como responsos, o acordes de instrumentos de música, en esta sinfonía de la fiesta de la muerte, susurros selváticos en guaraní, con subtítulos en español paraguayo, -sobre este aspecto también cabrían muchas interpretaciones -, entrecortan el silencio y no al revés, como suele pasar en películas de factura más clásica.

III) Una ausencia muy presente

Si bien el silencio en esta película constituye en realidad su trasfondo, la ausencia sería su motivo, materializada por todos los diálogos en off. En efecto, la pareja de viejos ya no le encuentra sentido a la vida, ya que están separados de su hijo único, desaparecido en la Guerra del Chaco, o Guerra de la Sed, entre Paraguay y Bolivia, de 1932 a 1935. Viven en el Chaco, en un lugar muy apartado, donde no llegan nunca ni la lluvia ni las noticias. De hecho, es de esperar la visita de Ramón a don Jacinto, al cabo de casi cincuenta minutos, para que nos enteremos de que ya la guerra ya había cesado, desde hacía dos días, el 12 de junio de 1935.
Un poquito más tarde, llega el cartero y le anuncia la muerte probable de su hijo a Cándida, sin embargo, en los dos casos, ambos personajes se niegan a admitir la evidencia, ya que en el tiempo de la ausencia aún cabe la esperanza de que vuelva el hijo. Se las pasan lamentándose por su suerte, no se sienten bien ni siquiera en la hamaca: “No me hallo en esta hamaca Ramón”, dice Cándida varias veces, pero queda la esperanza de que la ausencia de Máximo sólo sea pasajera, de que retorne a su casa al final de la contienda.
Sólo así, amén de su natural amor por el hijo, se puede explicar que procrastinen tanto los dos personajes, que hagan durar tanto esta situación de incertidumbre, que a nosotros nos parece pesadumbre, y que Ramón, después de la visita al vecino, declare: “Podemos esperar todavía al que se fue.” También así se puede explicar el empecinamiento de la madre en decirle al cartero que su hijo tenía el corazón en el centro del pecho y por tanto que él no podía ser el muerto. Esta negación en admitir lo evidente, en hacer que dure eternamente el tiempo de la ausencia-esperanza, también puede justificar la actitud de la madre frente a la mariposa muerta, la tira muy lejos, o también su negación en reconocer la camisa agujereada de su hijo. Su dolor es inmenso pero no llega al duelo completo, porque les queda un hilito de esperanza en ese tránsito de la ausencia-esperanza, en realidad, Máximo está presente, está con ellos, con su papá en el cañaveral, con su mamá en el lavadero. Hasta que traigan su cadáver, no van a querer salir de esta esperanza ciega que se niega a la evidencia, máxima prueba de amor, tan frágil como la hamaca vieja, pero que de puro milagro se mantiene firme en medio de la tormenta bélica.
En realidad, sólo la perra intuyó lo que pasó, por eso no aguantan sus perpetuos lamentos por el hijo perdido, incluso Ramón no quiere darle de beber al animal muerto de sed en este verano chaqueño tan canicular, y por eso también Cándida le aconseja a Ramón que le dé una camisa vieja de Máximo para calmar su angustia. Frente a la ausencia de un ser querido, los humanos nos portamos con menos perspicacia que un animal doméstico, en nuestro amor podemos buscar todos los pretextos de nuestras añoranzas, incluso en nuestra humanidad versus su simple animalidad, sin embargo, algún día conviene terminar con el dolor causado por la ausencia, porque eso a la larga lo mata a uno también.

IV) La esperanza de que nunca termine la espera

Pues, así es, ninguno de los dos acepta lo evidente, la muerte de Máximo, no obstante, cada uno tiene su manera de esperarlo. Ramón, como ya lo vimos, es el que más espera y cree en la vuelta de su hijo, quiere seguir esperando, cueste lo que cueste. Se empecina en su esperanza ciega como el campesino chaqueño que es. Cada año, pasa lo mismo, la lluvia no llega a esos confines del mundo, pero el viejito pega un salto en la hamaca cada vez que escucha el grito de las aves. Su leitmotiv sería “se puede esperar”, siempre queda un hilito de esperanza en algo mejor, en el “renacer” de su hijo, tal como lo sugiere el título del tema musical de Óscar Cardozo Ocampo, elegido por Paz en su película. En el cañaveral, incluso llega a decirle: “Vos vas a volver mi hijo.” Todo puede ocurrir, incluso lo más improbable, como la lluvia que al final del film se larga por fin sobre sus cabezas. Todo puede pasar, con tal que no salgan los dos ancianos del tiempo de la espera, de la esperanza del que espera, porque de lo contrario, sería para los dos pobres viejitos el anuncio de su propia muerte.
Cándida en cambio, no parece ilusionarse mucho por la vuelta de su hijo, incluso si al final también entra en el juego de la “procrastinación”, rechazando la noticia del cartero. “No se puede nada contra lo que no te llega”, le dice a Ramón desde el comienzo, en un arranque muy fatalista y beckettiano. No sirve de nada esperar a Godot pero lo mismo ella lo sigue esperando, pese a todas sus dudas, a su malestar permanente de madre, a sus intuiciones de mujer que le dicen que ya ha muerto su hijo, Cándida espera dudando y renegando pero sigue esperando con mucha fe y amor en sus adentros…
En el tiempo infinito, inmóvil, “petrificado”, -diría el Maestro Roa-, de la espera, todo puede seguir como antes. En esta mera repetición de los hechos cotidianos, las dudas de la madre se inscriben más bien en una especia de discurso automatizado, en réplicas que sólo sirven para marcar el compás del silencio y del espacio. La pareja de ancianos sigue peleando con cariño, como siempre lo han hecho y en esta perspectiva, la actitud de Cándida está más bien en llevarle la contraria a su marido, sin que constituya un conflicto real. Son diálogos por encima del silencio sepulcral de la muerte, que salen “por sí solos ”, como lo diría la joven realizadora paraguaya, y que revelan el estado de ánimo más profundo de los protagonistas.
Cándida se siente incómoda en esa vieja hamaca: “No me hallo en esa hamaca Ramón”, -como lo dice calcando su discurso sobre una estructura sintáctica guaraní idéntica-, siempre se quiere ir. Ramón está esperando a su hijo con la tenacidad ciega del campesino chaqueño, tal como se espera a la lluvia, como “agricultor”, como él se califica a sí mismo, sigue dialogando a escondidas con su hijo y se resiste en admitir lo inevitable.
A la visión fatalista de la mujer se opone la actitud esperanzadora e inmemorial del hombre de la tierra, “Lo que se espera, ya no se quiere venir”, dice Cándida, o “Lo que se espera, se espera en vano”, pero el viejito sigue esperando que llueva y que vuelva su hijo. Incluso Cándida, harta de sus locas ilusiones, llega a decirle que la esperanza es lo que lo pierde a Ramón, pero el anciano, justito antes de que se vaya a la casa del vecino remata el tema diciéndole a su pareja y vieja comparsa: “Mi hijo puede llegar en cualquier momento y yo no lo voy a encontrar.”
Es más, al enterarse de que la guerra ha terminado, sigue esperando y dice casi al final de la película: “Podemos esperar todavía al que se fue.” En esta cita, cada palabra tiene un gran peso semántico, esperan de a dos, llevados por la fuerza de su amor, a pesar de las dudas de la madre, y sobre todo, “el que se fue”, ser anónimo” barrido por la guerra, ya no es el hijo sino sólo un ser que se fue pero que puede volver, como todos esos soldados lisiados y locos, que vomitó por todo el país, tal como heces humanas, esa guerra de otros. Al lector de uno de los capítulos más estremecedores de Hijo de hombre, “Ex combatientes”, no le cabe la más mínima duda, más vale morirse en el frente que volver en ese estado infra humano. En verdad, sólo al final de la película, parece rendirse el viejo Ramón diciendo: “Ya no hay nada que hacer, la muerte se hace sentir.”, pero en realidad, alude a la suya por el dolor que le oprime el pecho.
Pues, en este tránsito de la vida-muerte, que vienen a formar un solo concepto doble cuyos polos están inseparables, como en la tradición indígena, la que más lucidez tiene es sin lugar a dudas Cándida. Intuye que lo peor no es el dolor de la ausencia y su irracional esperanza, sino lo que acarrea la muerte, un inmenso dolor que lo puede llevar a uno también al óbito: “La muerte pasa rápido Ramón, pero es ese después lo insoportable.”
“La hamaca paraguaya” viene a ser pues la exposición del tiempo fosilizado y circular del dolor de dos padres por la ausencia de su hijo, que se queda al borde del tiempo de la comprobación de ésta, donde empieza lo inevitable, la aceptación de la muerte del ser querido.


“- Si on se quittait? Ca irait peut-être mieux ?
-On se pendra demain. A moins que Godot ne vienne.
- Et s’il vient ?
-Nous serons sauvés. »
En attendant Godot, Samuel Beckett, Paris, Editions de Minuit, 1952.

1 commentaire:

David Cotos a dit…

Excelente artículo sobre una película que me impresiono. Primera vez que veía cine paraguayo, y ya estoy queriendo ver más cine de ahí. El argumento es muy bueno y las voces nos van conduciendo por ese mundo de los dos ancianos agricultores. He escrito un post también en mi blog sobre la película. Saludos.